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Madagascar: una isla más allá de lo conocido

La reserva natural presenta un escenario de otro mundo




DIEGO SUAREZ, Madagascar (El País, de Madrid).- Madagascar es un escenario enorme, tan grande como la Península Ibérica y difícil de abarcar en un solo viaje. Sólo la esquina norte de la isla ofrece puntos de interés para varias estancias, siempre con la ciudad de Diego Suárez como punto de partida de cualquier ruta en este extremo septentrional.
Oficialmente la ciudad se llama Antsiranana, pero sus pobladores siguen llamándola Diego, a secas, la ciudad de casas coloniales francesas -mohosas, decrépitas y sin una sola mano de pintura desde la independencia del país-, al pie de una de las bahías más hermosas del mundo, en la que recalaron y se refugiaron desde los primeros colonizadores portugueses hasta piratas de todo pelaje, incluido un tal Misson, que con su banda fundó en estas aguas seguras una república libre, utópica, sin leyes ni castigos, sin esclavitud ni racismo, a la que llamaron Libertalia y que, como era de esperar, naufragó en sus propias contradicciones.

Playa y naturaleza

La costa que rodea Diego es torcida y rocosa. Batida además por un constante viento racheado, sobre todo de junio a septiembre, cuando llegan las tormentas del Indico, lo que por otra parte alivia el calor insoportable del resto del año. Por eso, si lo que se busca son playas paradisíacas, es mejor ir hasta Nosy Bé, la isla más grande de la costa occidental y también la más poblada.
Algunas guías alertan contra Nosy Bé por ser la zona "más turística del país". Pero, ¿qué saturación turística puede haber en una nación de 500.000 kilómetros cuadrados, que recibe apenas 200.000 visitantes por año? Es cierto que Nosy Bé tiene una infraestructura hotelera aceptable en comparación con otras nosy (término que, en malgache, significa isla), y que hay más tiendas de recuerdos y artesanías malgaches de dudoso gusto que en otros lugares. Pero de ahí a que los turistas no dejen ver la playa hay un abismo.
Bé fue refugio antiguo de navegantes árabes y comerciantes indios y, más tarde, un importante asentamiento francés, período que legó todos los bellos y arruinados edificios coloniales que salpican el centro de Hell Ville, la capital de la isla, como fantasmas de ultratumba.
El pulso de la isla se vive en la plaza del mercado de Hell Ville durante el día, cuando un trasiego de taxis, coches, mercaderes y mujeres ataviadas con coloridas telas y siempre con fardos a la cabeza, toman al asalto las calles.
De noche, la vida se traslada a Ambatoloaka, la aldea costera donde están los restaurantes, bares de música y discotecas más concurridas.
El norte de Madagascar es también un buen lugar para visitar algunos de los santuarios de biodiversidad que la ley de parques nacionales de 1954 ayudó a crear. El primero fundado tras la promulgación de la ley fue el de Montaña de Ambar, apenas a 35 kilómetros de endiablada carretera desde Diego Suárez.
Se trata de una reliquia del bosque pluvial, como los que frecuentó Gerard Durrell en busca del aye-aye, el minúsculo y escurridizo lémur. La Montaña de Ambar es un macizo volcánico de unos 1500 m de altitud, cubierto por un manto verde y continuo que incluye docenas de especies vegetales endémicas, entre éstas el Canarions madagascarensis, un enorme rascacielos vegetal, parecido a la ceiba africana, que con sus 40 m de altura sobresale por encima de la copa de los demás árboles. Debajo, un laberinto de lianas y troncos comidos por las gotas de agua y las plantas parásitas cubre un universo de lagos volcánicos de aguas de jade, ríos de lenguas marrones y cascadas de enorme belleza, algunas consideradas tromba (altar sagrado que hace de puente de enlace entre los vivos y los muertos) por los malgaches.
Hay trombas por todo el país, representados por un baobab, una roca, un bosque o cualquier accidente geográfico, lugares mágicos de gran veneración para un pueblo al que las religiones monoteístas no han logrado arrancarle el animismo, los ritos de comunicación con el más allá, el sincretismo y la astrología.

Tierra bendecida

Antes la llamaban la isla verde, pero ahora es más bien la isla roja por la costumbre de la gente de quemar la selva para obtener terrenos de cultivo. Zakamisy, guía turístico y experto en naturaleza, muestra a los visitantes un trozo de tierra rojiza salpicada de matas ralas y resecas a la subida de la Montaña de los Franceses, la colina que domina la hermosa bahía de Diego Suárez.
Pero no es necesario que Zak lo muestre. El mismo viajero, por muy despistado que sea, se percata de los kilómetros y kilómetros de colinas desnudas, devastadas.
La noche anterior, mientras el avión cubría el trayecto entre Antananarivo y Diego Suárez, era posible distinguir desde la ventanilla enormes lenguas de fuego incontrolado que abrían nuevas heridas a la cansada piel de esta isla continente.
Y a pesar de eso Madagascar sigue asombrando por su rica vida natural. Por su condición de laboratorio viviente lleno de endemismos, rarezas y especies sorprendentes, como los lémures o el árbol pulpo.
Si hubiera que buscar un logotipo para definir la esencia de la isla grande del Indico, ése sería la silueta de un lémur, un protosimio con aspecto mitad ardilla mitad gato que sólo ha sobrevivido en Madagascar. Hay más de 35 especies, todas arborícolas y herbívoras. Cómo llegaron hasta aquí y por qué sobrevivieron sólo en Madagascar es un misterio. Impresiona verlos evolucionar entre las ramas del bosque pluvial, con sus enormes y saltones ojos y sus dedos prensiles.
Pero la naturaleza está lejos de agotarse en los lémures. Los números acogotan: unas 200.000 especies, de ellas más de 8000 endémicas; la cuarta parte de las especies de flora de Africa, más de la mitad de las especies conocidas de camaleones y la totalidad de lémures que quedan en la Tierra.
Si esto es así tras 2000 años de colonización humana y una de las políticas más devastadoras con el medio ambiente de toda Africa, ¿qué riqueza natural debió albergar la isla antes de que los primeros pobladores llegaran en canoas a sus costas, procedentes de Malasia e Indonesia?

Datos útiles

Cómo llegar

En avión US$ 1660
A Antananarivo, vía Johanesburgo, de ida y vuelta, con tasas e impuestos.

Alojamiento

* * * 190

* * 130

Cuándo ir

Para quienes gustan de los safaris fotográficos, abril y mayo son los meses ideales, ya que es la época posterior a las lluvias, cuando los colores lucen más vivos.
Para ver a los lémures, septiembre y octubre, que es cuando nacen las crías.
Enero, febrero y marzo, época de lluvias, son ideales para admirar reptiles y animales anfibios.
Para los amantes del sol, la arena, el buceo y la pesca, todo el año es bueno.

En Internet

www.air-mad.com

Paco Nadal

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