Partimos de Rosario a primera hora de la noche y desayunamos bien temprano en la enorme terminal mendocina. El ala este de las boleterías y dársenas está ocupada por ofertas de traslado a Chile por medio de ómnibus, pick-ups y remises. Optamos por una pick-up. Pronto estuvimos en camino. En la primera etapa, por los túneles y las cornisas de la precordillera, observé vías cortadas y ruinas de una estación del ferrocarril trasandino. Espero que se cumplan los anuncios de reactivación. En Uspallata hicimos una parada previa al ingreso a la Cordillera, que al cruzar el valle se nos mostró imponente. Nos introducimos en ella circulando por la ruta paralela al río y las vías. Cruzamos el túnel internacional y después de los trámites aduaneros, ya en territorio chileno, apareció un gran vacío rodeado de altas laderas. Abajo se observaba un fino hilo de agua. "Desde aquí hasta llegar al valle de allá abajo son unos mil metros, pero no se preocupen, el camino es muy bueno", dijo el chofer, con tono tranquilizador. El zigzagueante camino formaba una escalera que descendía al valle. Parecían cultivos en terrazas. ¡Eran los caracoles! Aquí nos pusimos serios. Y aún más cuando aparecieron de frente los camiones en las curvas, claro que de la mano contraria. El conjunto es un complejo de encanto natural y maravillosa obra vial al que le da vida el intenso tránsito. Ya en los codos más bajos, acercándonos al valle, cambiamos la seriedad por alegres comentarios. En el valle, al pasar por la estación Caracoles, me vino a la memoria una imagen de la niñez. Eran los caracoles que veía deslizarse desde el cajón en el que estaban para la venta, por las columnas de uno de los puestos de pescado que había en el viejo Mercado Central de mi ciudad, y encontré una relación entre aquellos bichos y este lugar: no me olvidaré nunca de los dos.
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