El sábado a la noche (que nadie pregunte por qué se nos ocurrió la macabra idea de someternos a eso), volviendo de un asado en el Tigre por el cumple de Pedro, pasamos con Luz por el shopping y adquirimos el mejor objeto del año: por unos maravillosos 29 pesos, las bolsas de agua caliente de nuestras abuelas, que me hubiesen salvado los días más crudos del invierno. Nos compramos una cada una y lo primero que hicimos cuando llegamos a casa fue llenarlas, tirarnos en el sillón y sentir enseguida cómo nos volvía el alma al cuerpo.
-Sin cara que soy un horror. La lancha esa me mató...
Luz se ataja tratando de acomodarse los pelos volados por el viento y abraza la bolsa de agua caliente. Después la apoya en el sillón y concluye que es tan linda que deberíamos usarla de decoración.
-La bolsa, que se vea bien la bolsa.
Cuando me quedaba a dormir en lo de mis abuelos, mi abuela llenaba una bolsa de agua caliente y la ponía a los pies de mi cama así cuando entraba todo estaba calentito y no pasaba la tortura de la sábana helada en los pies. Cuando me metía, yo la rescataba del fondo, la abrazaba, esperaba el beso de mi abuela en la frente y me dormía. Es increíble como esos recuerdos de infancia, revividos, nos hacen sentir inmediatamente bien.
PS: Acá lo veo a Pedro avanzar con su bufanda nueva. Señala con el dedo, sopla un beso y desaparece a hacerse un café. Buena elección de regalo.