Es infrecuente conocer a alguien que trabaje de incógnito. No anda precisamente con carteles en la frente. Yo conocí a uno, el brasileño Mauro Marcelo Alves. No es agente secreto (al menos no lo dice ni parece), sino crítico gastronómico. Durante diez años recorrió su extenso país en viajes que lo llevaron a comer en restaurantes al menos 300 días al año. Muchos mozos lo miraban indignados. "Pedía tres o cuatro platos y nunca los terminaba", me contó al coincidir en Francia.
Mauro era editor y crítico de la tradicional guía Quatro Rodas. Llegaba a los restaurantes, comía y pagaba la cuenta sin decir jamás que su función era probar los sabores y definir cuántas estrellas Rodas merecía el lugar. "Prestaba mucha atención a varios ítems, para hacer luego un informe de la comida. Confort, decoración y servicio no importaban, aunque sí la higiene del lugar. Una vez que elegíamos un sitio, pasaban por allí inspectores de la revista, que hacían una visita a la cocina. Si no estaba limpia, el lugar quedaba afuera de la guía."
El sistema de evaluación que él mismo creó y, asegura, aún utiliza la guía comienza con el servicio de mesa (pan fresco, buena manteca, ricos snacks?) y atraviesa los pasos siguientes del menú, analizando: presentación, temperatura, calidad de los ingredientes, sazonado, armonía entre el elemento principal del plato y la guarnición, y la propuesta en su conjunto. Cada ítem tiene una puntuación máxima, hasta un total de 100. Si un restaurante obtiene de 51 a 70 puntos, gana una estrella; de 71 a 90, dos; de 91 a 100, tres.
Después de tantos años en el rubro, muchos dueños de restaurantes lograban reconocerlo. En una trattoria de Petrópolis, por ejemplo, debió incluso disfrazarse para evitar al encargado. Utilizó un bigote falso, que se empezó a despegar mientras tomaba la sopa. No abortó la misión, pero comió velozmente y volvió al día siguiente para escribir su veredicto.
Luego de su trabajo en la revista, Mauro abrió su propio restaurante en Minas Gerais, su región natal. Fue un éxito, aunque por motivos personales decidió volver a San Pablo. Hoy es editor de Vinos en la revista Gula y columnista de iG Luxo .
Aquellos tiempos en Rodas lo llevaron a lugares recónditos, como una playa de Ceará, cerca de Canoa Quebrada. "La dueña, una gorda morena y simpática, me ofreció langosta, en esos meses prohibida por veda. Le pregunté cómo la conseguía y me dijo al oído: Cuando la policía confisca cualquier alimento, el comisario se lo da al cocinero de los presos. El tema es que al haber tantos pescadores furtivos, los presos están hartos de comer langosta. ¡Incluso armaron una rebelión! Entonces el comisario viene y me cambia langostas por carne-de-sol (carne salada típica de la zona). Yo le sugerí que era muy arriesgado lo que hacía y me indicó, con los ojos y una sonrisa, que entre ella y el comisario había mucho más que ese intercambio también furtivo. Lo cierto es que la langosta fue la mejor que comí en mi vida."
No resultó tan bueno un risotto que probó en el restaurante Fasano, templo gastronómico de San Pablo. Como había trabajado con la mujer del dueño, le resultaba imposible pasar inadvertido. Pero igual decidió ir. Entonces se le acercó el dueño y le ofreció un risotto especial. Mauro lo probó; estaba avinagrado.
"¿De qué es este risotto, Rogerio?", le preguntó. "¡Risotto de crítico!", estalló el dueño en una carcajada.
Publicado por Martín Wain
16 de octubre de 2011 | 3.41 A.M.