Los turistas visitan los bosques del Sur para realizar largos paseos y caminatas. El problema es que Dios o los intendentes o quienes hayan estado a cargo de la disposición inicial del terreno pusieron obstáculos por todas partes. Los senderos son maravillosos, pero están inclinados. Hay que trepar cuestas abruptas, subirlas con el corazón palpitante y después bajar con el tormento que sufren las rodillas para ir frenando. Tanta exposición a la actividad física da, naturalmente, mucha hambre.
Para simplificar, y ya que toda expedición a la naturaleza termina indefectiblemente en el restaurante, muchas personas inteligentes suprimen o reducen al mínimo la primera parte de la ecuación y se quedan con la segunda. Cien o doscientos metros por la península de Quetrihué y una foto al lado de los arrayanes valen una buena comida, en lo posible con vista al cerro Bayo, al Nahuel Huapi y atisbando a lo lejos la sombra del cerro Tronador.
Los que viven aquí llaman "morfituristas" a los que proceden de esta manera sabia, agotando nada más que con la vista las infinitas bellezas de esta región y con la boca, el paladar y las mandíbulas su no menos interminable variedad de olores y sabores.
Los de la pizzería La Encantada todavía recuerdan la noche en que un solitario turista chileno, no demasiado gordo, ordenó una docena de empanadas de trucha para él solo. Darío, el cocinero, se asomaba a espiarlo. Resume así la situación: "Cuando vi que iba por la empanada número diez, me di cuenta de que iba a terminarlas, porque quien ya se comió diez empanadas, se comerá las doce..."
Lo peor fue que cuando detrás de los labios del Terminator aquel desapareció el último repulgo levantó la mano y, señalando el menú, le preguntó al mozo en qué consistía el goulasch. Se le dijo que era un guisito húngaro muy calórico, ordenó uno, lo atacó sin piedad y terminó pasándole el pan a la cazuela. Por supuesto, recibió muestras de admiración del personal en pleno a la salida.
La venganza argentina es terrible. Muchos se lanzan al paso Cardenal Samoré y desandan a toda velocidad los 200 kilómetros que separan a La Angostura de la deliciosa Puerto Varas, en Chile, no tanto para bañarse en el Llanquihue ni para admirar esa réplica perfecta del monte Fuji que es el volcán Osorno cuanto para asolar el mítico restaurante Chamaca Inn, en el mercado de la ciudad chilena.
La propia Chamaca nos ha contado el caso reciente de tres argentinos (un matrimonio y alguien más) a los que tuvo que servirles en la misma velada ni más ni menos que quince platos de choritos, cholgas, pulpo, picorocos, centolla, ostiones, locos, mejillones, berberechos y ostras. Terminaron de hacer la digestión en el punto más alto de la Cordillera, al día siguiente, en el viaje de regreso a la Villa.
Aquí se afirma que los morfituristas actúan del mismo modo en el verano y en el invierno. Cuentan que la provisión de milanesas de los paradores en la cima del Bayo dura menos que la voluntad de los esquiadores noveles.
Pero este caso se justifica menos, porque las milanesas no son productos propios de la zona y quedan, por consiguiente, excluidos de los cánones que se ha fijado el morfiturismo y que pueden ser definidos como cánones de alta cultura, ya que no se trata de venir al Sur para comer mucho de cualquier cosa sino para comerse propiamente el Sur, para transformar en parte del propio ser, sin agotarse y sin cansarse, la esencia de este lugar que nos trastorna.
También por el extremo opuesto a las milanesas se está conspirando últimamente contra ese criterio, ya que el refinamiento gourmet puede convertirse en valla que impide captar en su plena pureza los sabores sureños.
Hay una anécdota que sirve de lección al respecto, de la que he sido testigo presencial. En un restaurante de Bahía Manzano, una joven pareja trataba de elegir postre. La chica parecía muy indecisa. "¿Qué hay, qué puede ser?", preguntaba, y la moza que la atendía le respondía:
-Merengue de malbec al tamarindo, con salsa de finos frutos rojos...
La chica sacudía la cabeza.
-Bavarois de menta y marquise de chocolate, oporto y naranjas...
La chica sacudía la cabeza.
-Mousse de dulce de leche con cranberries, trocitos de cookies de chocolate y figuras de chocolate blanco...
La chica sacudía la cabeza.
-Torre de blinis frutales con helado de frutas silvestres y jarabe de nueces al jerez...
La chica sacudía la cabeza
-Brownies caseros con helado de crema americana y coulis de frutos del bosque...
La chica sacudía la cabeza.
Cuando la moza se retiró sin orden ni encargo y con la cola entre las patas, el muchacho, extrañado, le dijo así a su bella compañera:
-Querida, te han ofrecido una variedad de postres que por su buen gusto, su atractivo y su exotismo harían palidecer a sultanes, jeques y bajás de paladares hechos a los dulces más finos, y en cada caso los has rechazado, sacudiendo enérgicamente tu cabeza. ¿Puedo preguntarte, sin ánimo de ofensa, a qué le hubieras dicho sí de buena gana?
-Claro que sí, no hay nada más simple -le contestó ella-. Yo quería sentir el sabor de las frambuesas...