
La primera vez que me vino me enojé, inclusive antes de que realmente sucediese. No quería. Insistí con que se trataba de un dolor de panza como tantos otros aún cuando mamá trató de disuadirme y decirme que por lo que contaba, seguramente se tratase de otra cosa. Ella estaba chocha y cuando realmente sucedió, bajó corriendo al garage a contarle a mi viejo ni bien escuchó el portón de entrada. A mí me parecía un espanto, un tedio, no entendía su alegría y emoción y pedí específicamente que no se hablase más del asunto.
Esa noche mamá vino a mi cama, se acurrucó al lado mío y me abrazó. Yo me quedé quietita y en silencio y después me di vuelta como buen proyecto de adolescente brava que era.
Años después, una sabe distinguir perfectamente un dolor de ovarios (el del momento de la ovulación y el del día preciso en el que te va a venir). Ese y otros tanto síntomas como por ejemplo el Cachafaz de dulce de leche que me acabo de comer (y las ansias de otros tres más), el tonito que le puse a Pedro cuando me pidió algo esta mañana y las ganas de llorar cuando se me cayó una gotita de café con leche en esta pollerita de flores tan monona que me puse hoy.
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