Mientras camino por las calles de Myanmar, ex Birmania, voy descubriendo a la gente de esta pueblo en su vivir cotidiano.
Mujeres con rostros maquillados de Tanaka, una crema blanca que extraen de un árbol, hombres vestidos con polleras.
Me cruzo con los monjes budistas con sus túnicas rojas, descalzos y rapados, que llevan en las manos la clásica escudilla con la que piden alimentos, no así dinero.
Gran parte de la actividad comercial se realiza en las calles, donde se ofrece toda clase de productos, en especial frutos y verduras de las variedades más exóticas, como ocurre también en los mercados. La actitud de la gente es agradable y solidaria; en todo mi recorrido no he visto un gesto agresivo.
En su capital Yangon visité Shwedagon, un complejo religioso imponente, una estupa de planta circular cuyo techo es una bóveda en forma de copa invertida, totalmente revestida con una gruesa capa de oro y rematando en un bulbo con miles de piedras preciosas. Esta pagoda es la estupa principal, en cuyo interior se guardan ocho cabellos de buda.
Integran este complejo numerosos altares y templetes de un contenido arquitectónico de un alto valor artístico, que refleja la expresión de una cultura pasada.
Navegar por sus ríos, transitar por sus rutas e ir descubriendo poco a poco las actividades que realizan sus habitantes es toda una aventura inolvidable.
Los muelles primitivos, la gente en las márgenes del río lavando ropa, propiciándose un baño; los campesinos sembrando arroz o cultivando campos con arados tirados por bueyes retrae mi imaginación a vivencias históricas.
La religiosidad de este pueblo es auténtica; la filosofía de vida y una fe profunda por el budismo despiertan en mí una gran admiración y una simpatía única.