
Mis primeras nociones sobre Katmandú fueron bastante triviales. Al nombre lo relacionaba con un punto en el itinerario aéreo de Indiana Jones en Los Cazadores del Arca Perdida o los sugerentes versos de una canción de Fito Páez. Con el tiempo, su historia, su mística y sus habitantes hicieron que fuera un punto obligado de visita en el largo viaje que emprendí a Oriente recorriendo India, Nepal, Tailandia y China.
Aterrizar en su acotado aeropuerto ya anuncia que uno no sólo esta poniendo pie en una tierra de ensueño, sino también en otra época detenida en el tiempo.
Capital del país, por momentos parece estar congelada en la Edad Media mientras uno se pierde por sus callecitas, dejándose llevar entre templos, ferias, esculturas, olores y artísticos balcones de madera. Sus pobladores irradian un transparente sentido del humor, pulcritud y dignidad que en seguida crean un clima de cordialidad y cooperación. No obstante ello, la barrera Occidente/Oriente o siglo XXI/Medievo parece impedir un entendimiento profundo entre locales y viajeros, y el contacto más personal del turista deberá limitarse a sus pares, también extranjeros.
En los 60 y 70 fue un destino buscado por legiones de hippies atentos a la espiritualidad que irradiaba su entorno (que hoy persiste) y el fácil acceso a la marihuana y al hashish (hoy ya no tan disponible).
En la plaza Durbar -corazón del viejo Katmandú- uno puede permanecer horas sentado en las escalinatas del templo Maju Deval (Shiva) viendo pasar los transeúntes, las nubes que se escurren en el omnipresente Himalaya, o la vida misma.
Situada en el centro del país, es un estratégico punto de partida para excursiones cortas, resultando ineludible el recorrido de los poblados que ocupan el valle de Katmandú. Entre ellos, Pashupatinath (a sólo 5 kilómetros), que posee el templo hindú más importante del país y donde, recorriendo la orilla del río Bagmati -y seguido de cerca por vivaces monos-, podrá presenciarse el solemne aunque tenebroso espectáculo de las cremaciones humanas.
Tras recorrer doscientos kilómetros se llega al lago Pokara, una villa de descanso donde no logré animarme a aceptar los masajes de pie que varios nativos me ofrecieron por una cantidad risible de rupias. Ya en el pueblo, un cartel me paraliza: "British Gurkhas Pokhara". En efecto, tales mercenarios tienen allí una sede de entrenamiento, alojamiento y hasta caja de jubilaciones. Sonrientes, de civil y desprovistos de sus célebres cuchillos, nada parecen tener que ver con las feroces unidades que irrumpieran en Malvinas el siglo pasado.
Desde Katmandú y por US$ 120 las avionetas de Buddha Air ofrecen sobrevuelos del Himalaya (una hora) , lo que no parece nada caro considerando la magnífica vista del Everest con que puede premiarnos una inusual mañana soleada a esas alturas.
Katmandú es una ciudad inolvidable -como muchas- y mágica -como pocas-. Esa categoría de ensueño que comparte con San Petersburgo, Beirut, Asís, Ciudad del Cabo, Ushuaia, Dubrovnik -y no demasiadas más- hace que sea una escala relevante e imperdible en cualquier viaje al continente asiático.
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