
Llegar a Japón es encontrarse inmerso ni bien se pisa el aeropuerto de Narita, en las afueras de Tokio, en un estado de armonía que surge de la interrelación social y acompaña al visitante haciéndolo sentir seguro y cómodo al mismo tiempo. Mi experiencia me ha demostrado que los japoneses están muy atentos al respeto por su prójimo, sea éste un connacional o un extranjero.
Este detalle no menor de la idiosincrasia nipona, sumado a las innumerables expresiones artísticas y arquitectónicas que uno encuentra a cada paso, la excelencia de los medios de transporte público, la esmerada gastronomía y el cuidado por su patrimonio histórico-cultural, hizo de mi recorrido por Tokio, Kyoto y Nara una experiencia sumamente interesante, que me gustaría ampliar para conocer otros lugares del archipiélago, buscando más allá de una primera impresión de modernidad, los valores profundos de la rica historia japonesa.
Algo de esto pude saborear al visitar por un día Nikko, 128 km al norte de Tokio, donde un legado del período Edo (1603-1868), el fabuloso santuario de Tosho-gu se yergue en un paisaje alpino, rodeado de milenarios alerces y matas gigantes de azaleas en flor.
Construido en 1634 por el sogún Iemitsu en honor a su abuelo el gran sogún Tokugawa, es un armónico complejo de edificios que se aleja del gusto clásico japonés mostrando influencias en sus minuciosos detalles del estilo rococó de los Ming de China.
En el proyecto trabajaron quince mil artesanos, carpinteros, tallistas y pintores, y con sus 2,5 millones de hojas de pan de oro, los majestuosos edificios parecían un poco irreales entre la bruma matinal, el canto de los arroyos y un mar de paraguas multicolores que ponían una nota vibrante al magnífico espectáculo. Imposible describir la riqueza de los detalles en cientos de intrincadas tallas polícromas, muchas de ellas basadas en diseños de importantes exponentes de la escuela de pintura Kano. Los pabellones están catalogados como tesoros nacionales.
Al dejar por la tarde el santuario después de haberme hecho un banquete fotográfico, y como broche de oro de un día muy especial, pude conocer en mi camino la estación ferroviaria, el elegante puente curvado Shin-kyo o puente sagrado, color bermellón que cruza un torrente de intensas aguas turquesa provenientes del deshielo primaveral. Construido en 1636, una antigua leyenda cuenta que el puente está en el lugar donde un sacerdote del siglo VIII cruzo el río a lomo de dos serpientes gigantes. Sin duda, visitar Nikko fue una buena decisión que me permitió vivenciar aspectos ancestrales de este multifacético y hermoso país.
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