
Llegamos a Berlín con mi prima Analía en abril del año último. Paramos en la casa de unos amigos en el barrio de Prenzlauer Berg, en la parte de Berlín Oriental, que estaba muy bien. Empezaba la primavera y la ciudad estaba preciosa, soleada y con los árboles florecidos.
Lo primero que nos llamó la atención fue que los espacios en la ciudad eran muy amplios, tal vez porque las dos llegamos de ciudades europeas más chicas. Mi prima estaba viviendo en Toulouse desde hacía un par de años y yo había vivido un tiempo en Londres. No sólo las calles de Berlín nos parecían amplísimas, sino también las viviendas, que eran enormes en comparación con la mayoría de las ciudades europeas. Entonces nos explicaron que eso se debía a que el país todavía se estaba acostumbrando a la reunificación, y como este proceso seguía en marcha, las viviendas no eran tan caras como en otros países de Europa con una economía más estable.
Además, la transformación se veía en el día a día. Había barcitos nuevos, un parque hermosísimo y obras en construcción por todas partes.
Berlín, otra historia
Antes de partir, todo el mundo nos había advertido que la movida cultural en Berlín era muy fuerte, y eso se notaba en la calle, donde la historia estaba viva y sucedían cosas todo el tiempo. Las huellas de la historia, desde antes de la Primera Guerra Mundial, la segunda y la separación de las dos Alemanias hasta la caída del Muro de Berlín, convivían con la construcción de muchos edificios. Así, lo moderno contrasta con lo tradicional. Algo muy raro.
Caminábamos mucho por la ciudad y nos metíamos en todas las iglesias, porque a menudo había conciertos de música clásica. También fuimos a muchísimo museos.
Así pasamos una semana en Berlín y después quisimos ir a Praga. Antes de partir, Karsten, el dueño del departamento en el que nos alojábamos, intentó desalentarnos cuando dijo que la ciudad era insegura.
Sin embargo, a nosotras, que íbamos de América del Sur, nada nos parecía inseguro. Y allí fuimos. Llegamos a la noche sin nada reservado, y el ambiente en la estación de ómnibus, a las 11 de la noche, estaba un poco enrarecido. Lo único que había abierto a esa hora era un hostel, así que caminamos con las mochilas hasta encontrarlo, y aunque medio feo, era lo que había, así que decidimos quedarnos.
Recuerdo que me acosté, puse la mochila al lado para tenerla cerca, y al día siguiente, al levantarnos, advertí que algo estaba fuera de lugar. Efectivamente, mientras dormíamos, había entrado un ladronzuelo y me había robado la billetera y el celular. Entonces fuimos a hacer la denuncia a una comisaría y de pronto pensamos que habíamos caído entre las páginas de El proceso, de Kafka. La dependencia era de la época del socialismo, muy oscura, y detrás del mostrador había una chica que tomaba las denuncias, que, por otra parte, era la única que hablaba inglés.
Nos tuvo allí un montón de tiempo y, con muy buena voluntad, formuló una por una las preguntas de un interrogatorio extremadamente minucioso y extenso. Por suerte, al salir de la comisaría todavía nos podíamos mover con la plata de mi prima Analía. Y más allá del mal momento, decidimos que no queríamos estar tristes en Praga. Eso sí, de regreso a Berlín, tuvimos que admitir frente a Karsten que Praga, a veces, puede ser un poco insegura.
La autora es actriz. Actualmente se presenta en Apasionatta , con dirección de Helena Tritek, los domingos, a las 17.30, en el Teatro La Carbonera (Balcarce 998). Entrada, $ 20.
Por Malena Solda
Para LA NACION
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