
NOLITA el típico sabor a barrio
North Little Italy es un nombre muy largo para definir algo tan chico: es parte de uno de los lugares típicos de Nueva York y está a cuadras del Soho, otra de las zonas de Manhattan definida sólo por sus siglas
18 de septiembre de 1998
NUEVA YORK.- Aquí, cuando uno sale una mañana de la boca generosa de un subterráneo, en una esquina cualquiera, tiene la abrumadora sensación de asomar la nariz por el ombligo del mundo. Es cuando los ojos debieran mutarse en gigantescas cámaras fotográficas para atrapar la fiesta interminable de esas luces brillantes y la ciudad entera mirándose en su espejo. Una isla de neón, puentes plateados y máquinas expendedoras de chicles globo en cada esquina.
Es inevitable sentir que el planeta empieza y termina aquí mismo, en este selecto puñado de calles donde el tiempo se esfuma tan rápido como el vapor que escupe el asfalto. Pero así es Nueva York. Como ascender de golpe al paraíso, donde la manzana será asequible y no habrá que expiar culpas por pegarle un mordisco; después de todo, esta isla está aquí para eso.
Truman Capote tenía razón al imaginarla como una "gran cabeza de ídolo con ojos de semáforo que va haciendo guiños de un verde tierno o de un rojo muy cínico". Es que aquí, a nadie interesa cuantos sueños traiga en la valija ni de qué rincón uno llegue. Sólo así podrá elegir a qué rincón de la isla conviene ir a dar con sus huesos durante la estada.
Nueva York tiene la particularidad de ser bella aun en las zonas más olvidadas que, inexorablemente, al cabo de siglos, se reciclan a sí mismas porque los habitantes logran transformar los barrios donde residen en un reflejo de sus culturas. Algo que sucedió a comienzos de la historia, cuando una tormenta de idiomas se instaló deliberadamente en sus cuadras irregulares para mimetizarlas con los paisajes urbanos que los viajeros dejaron en sus tierras de origen.
Cada barrio es una ciudad
Las corrientes inmigratorias tomaron el mapa por asalto, e intencionalmente las comunidades italianas, judías, latinas, chinas, irlandesas (y tantas más), construyeron el espíritu de los sectores hoy más visitados por los cientos de turistas que aterrizan en Manhattan. Los barrios o guetos todavía sintetizan esos estilos de vida y constituyen su atractivo principal, pese a estar altamente influidos por el sello norteamericano, que sembró sin piedad malls, productos descartables y enormes tachos de basura amarrados al cemento. El destino cosmopolita de esta isla flotante bañada por aguas heladas se advierte en sus fachadas: es inevitable caminar por las veredas sinuosas del Chinatown sin respirar la ráfaga apestosa del pescado frito cien veces en el mismo aceite, sin mirar las vidrieras iluminadas por farolitos de papel con ideogramas negros y escuchar el sonido del agua corriendo en algún pequeño jardín zen reproducido en un bazar. ¿Así es China? Bueno, aquí hay una porción de Oriente que se parece bastante.
Pero los tiempos han cambiado y la dinámica de las civilizaciones marcha al ritmo de otras tendencias, ya no tan signadas por la inmigración o las religiones, sino intensamente marcadas por los movimientos generacionales y sus ciclos económicos. Los jóvenes son el segmento social más codiciado por el mercado, son quienes determinan con sus gustos y hábitos qué lugares o cosas gozarán de algo más que quince minutos de fama. Eso se llama moda y, guste o no, domina a los países más desarrollados de la aldea global.
Sin duda, la moda, que imprime el sello característico de la Nueva York de fin de siglo, es también el motor generador de los flamantes barrios que florecen sistemáticamente en cuanto sobran unas pocas cuadras y un símbolo bien localista para bautizarlas, si es posible, ahorrando palabras. Los americanos han tomado como costumbre nombrarlos con siglas de no más de tres sílabas, casi siempre alusivas a la situación geográfica que les toca en suerte.
Así nació el bonito South of Houston Street (Soho) -sur de la calle Huston-; también, Triangle Below Canal (Tribeca) -triángulo debajo del canal-, hoy inundado de estrellas del cine y sus propios restaurantes. Desde hace unos pocos años han redescubierto el North Little Italy o Nolita (norte de la pequeña Italia), el último boom inmobiliario que ha perturbado sin piedad el sueño de los apacibles lugareños.
Es que estas cuadritas serán apenas diez, pero son una especie de tacita de plata en un gran almacén de ramos generales. El botín que se disputan a capa y espada los vecinos y agentes de bienes raíces, desesperados por explotar al máximo esa joyita de mercado.
La fibra íntima
Ambas partes tienen sus razones porque allí sucede lo imposible a estas alturas de Nueva York: todavía las personas toman sol sentadas plácidamente en la puerta de sus casas (claro, no tomando mate, pero completaría la idea), de los balcones cuelgan disimuladamente medias, toallas, las damas se asoman en salto de cama sin reparar en las miradas, todos se dan los buenos días, se puede ver un programa de televisión con amigos en el pórtico de casa, hasta se puede pedir prestada una cacerola más grande al vecino de al lado. Y quizá lo más atractivo: no llegan las mareas de turistas con cámaras fotográficas, listas para robar el alma del lugar.
Aunque ciertas guías turísticas todavía no lo cuentan entre sus circuitos, sí lo ha hecho un artículo publicado en el suplemento Inmuebles de The New York Times. Pero para quienes lo quieran descubir, Nolita o Norte de la Pequeña Italia está ubicado al este de la calle Lafayette, y está comprendido por las calles Elizabeth, Mott y Mulberry, entre Prince y Houston, avenida principal donde las líneas N y R de subterráneos (y otras más) tienen una estación. Y es increíble el silencio que reina al mediodía entre esos edificios bajos, demacrados por el tiempo y el smog.
Nadie podría imaginar que sólo dos cuadras abajo el turismo internacional agobia el Soho, durante años reducto predilecto de artistas excéntricos, luego famosos, y hoy devenido un auténtico descontrol de boutiques, galerías de arte moderno, delis (muy coquetas, donde se pueden comprar flores extrañas y frutas en ensalada, listas para llevar), grandes vitamin-shops, restaurantes étnicos y jóvenes muy pálidos vestidos con ropas de Calvin Klein o Donna Karan. El planeta gira acá, pero se detiene en Nolita.
"El vecindario está en un momento de transición entre la vieja guardia y la nueva guardia", declaró en una entrevista al suplemento Inmuebles de The New York Times el propietario de Shi, un local de muebles y objetos para el hogar que se inauguró en un espacio antes desocupado de la calle Elizabeth, el corazón del barrio. "Está cambiando y hay que ver cómo." Aunque esos cambios no necesariamente signifiquen progreso y dividan a muchos que están empeñados en preservar la zona como un coto prohibido para cazadores o en este caso, intrusos. "Es un barrio maravilloso, te conoces con los vecinos, sabes quién es el dueño del café, conoces los chicos", declaró una integrante de la Asociación Vecinal de Cleveland Place, un grupo formado especialmente para oponerse al aterrizaje de Jet 19, un club nocturno que mudó el ruido y sus habitúes a la tranquilidad de la calle. "Nos gustaría conservar las características y evitar que esto se transforme en un centro turístico", agregó la consejera.
Caminos al pasado
La historia de Nolita comenzó a escribirse a principios del 1800, cuando era tierra de granjeros muy pobres, de bajo nivel cultural, que construyeron un canal para drenar las aguas al río Hudson. Proyecto que duró muy poco y les provocó serios dolores de cabeza porque, cuentan, atrajo tanto mosquitos que diez años más tarde fue necesario rellenarlo definitivamente, así nació la calle Canal St. Los primeros en desembarcar fueron los irlandeses en 1820 y más tarde, en 1880, los italianos se asentaron con sus canzonettas y vendettas en la zona de calle Bowery; en Elizabeth, los sicilianos; en Mott, los oriundos de Abruzzio, y en Mulberry, los napolitanos que desarrollaron una importante área comercial. Aseguran las leyendas populares (que todos los vecinos conocen al dedillo) que por esas épocas las familias vivían hacinadas en edificios de cinco pisos y el malevaje estaba a la orden del día debido a la fuerte presencia del grupo más bravo de Italia. Hacia 1809, los irlandeses fundaron la antigua catedral de San Patricio, el principal atractivo de la zona hasta que fue construida y trasladada sobre la Quinta Avenida. Aunque ésta no guarda en su libro de anécdotas las historias acerca de la infancia del director cinematográfico Martin Scoserse (dicen los vecinos que nació en una de estas casas) ni fue escenario de películas famosas, como El Padrino , de Francis Ford Copolla. La iglesia parroquial esta siendo refaccionada, aunque actualmente puede visitarse en horarios de comercio y sin guías.
Arquitectura propia
A partir de la década del 60, cuando Estados Unidos recibió olas de inmigrantes chinos, éstos llegaron hasta el límite norte del Little Italy y se alojaron bastante tiempo, aunque más tarde extendieron sus dominios étnicos hasta las puertas de las tradicionales cantinas italianas.
En la actualidad, los edificios de departamentos y negocios conservan casi intacta su fisonomía original gracias a los esfuerzos del recién formado Consejo Comunal, que ha decidido establecer un límite en las construcciones de altura. Prácticamente han prohibido las clásicas torres espejadas, las tiendas de varios pisos, hasta los supermercados, y es justo aclarar que tampoco hay un McDonald´s.
A juzgar por la cantidad de cielo posible de admirar desde cualquier rincón donde uno se detenga, las autoridades municipales se han encargado de controlar que las voluntades generales se cumplan y los edificios nuevos no rocen las copas de los árboles, que en primavera bordan una simétrica hilera verde por los cordones desprolijos de Elizabeth, quizá la calle más linda.
Es un verdadero paisaje de escaleritas herrumbradas incrustadas en paredes de ladrillo a la vista, edificios estrictamente bajos con tres ventanas rectangulares sin persiana, puertas con mosquitero incluido y largas butacas de madera apoltronadas también a la entrada de los fast food, donde almuerzan los empleados. Aquí no se ven los ciclópeos carteles con las consabidas propagandas que soportan los techos, tal como lucen las cuadras aledañas, donde el consumo es la ley. No hay intenciones de venerar los modelos arquitectónicos del próximo milenio. En realidad, no existe el menor interés por el cambio.
En la esquina de Elizabeth y la avenida Houston, justo enfrente de un galpón con muebles antiguos y objetos donde pueden hallarse desde enanos de jardín bastante altos hasta inodoros forrados de felpa roja (entre otras excentricidades americanas) funciona el café Colonial, un bonito bar con mesitas dispuestas en la vereda, desde donde se puede apreciar ampliamente el gran mural pintado en su pared lateral, que reproduce una escena de un cuadro de Serault.
Sobre esa misma mano se concentra el magro circuito comercial constituido actualmente por las dos carnicerías Porcelli, la pizzería Lombardi (siempre repleta porque la pizza se prepara al carbón), la vinería y el Ma´s Food, una especie de rotisería del tamaño de una caja de zapatos que sirve comida elaborada a la vista por una enorme mujer que, entre cocción y cocción, barre frenética las baldosas del frente hasta sacarles lustre. Ella trabaja mientras vigila a sus hijos, que pasan las horas bajo un árbol jugando con muñecos y nintendos .
La pescadería Wild Edibles cerró hace unos pocos años y los vecinos cuentan que era de unos inmigrantes coreanos que luego se mudaron al Chinatown. El frente del local es bastante llamativo, parece hecho por artistas porque está pintado de color verde, como las profundidades del mar, y una miríada de peces con nombre y apellido sugiere cómo preparar cada plato. "Verónica es una tuna (atún)", "Pedro es un salmón, y sabe mejor frito", o "Bobby es un pez espada y sabe bien a la parrilla", "Mike es un pulpo, sabe mejor guisado" y "Allen, Bill, Ed y Dan son caviares, saben mejor fritos".
Rasgos de siempre
En la acera contraria está la vieja carnicería de Porcelli, el monumento histórico de Nolita. Tiene el tamaño de un bife de cuadril, y desde la vidriera se ve al italiano con las manos en el mentón sentado al lado de la única cortadora, de esas que cuando se encienden hacen temblar los vidrios. El cuchillo en posición vertical parece a punto de rebanar un dedo distraído. El lleva media vida apostado en el barrio, y es de los que no se resigna a ver cómo las fronteras están siendo franqueadas por la avasallante modernidad. Igual que varios ancianos que pasan horas vigilando los movimientos desde sus mecedoras plegables.
El tamaño de los locales reciclados apenas con una mano de pintura y mejor instalación eléctrica, la cantidad de productos que exponen y cómo los disponen indican que la gente joven del lugar no tiene intenciones de contradecir las reglas de los mayores, que luchan afanosamente por no masificar el barrio.
Un ejemplo es el colorido reducto de Michael Anchin, donde se pueden adquirir artesanías en vidrios soplados y ahumados en forma de jarrones, ánforas, vasos en todas sus dimensiones y adornos menores; lo mismo ocurre en las demás tiendas que venden chirimbolos tentadores mezclados entre objetos antiguos y extraños. Jabones de pelo de bisonte, coco, lavanda y hasta chocolate, canela y damasco, encendedores con chicas desnudas que corren en cámara lenta por el centímetro cúbico de tinta gel transparente, papeles de carta perfumados, flores secas, fotos viejas de seres anónimos, lentes de colores, cigarrillos de hace veinte años, naipes de corazones del tamaño de una pila, ojitos mágicos para ver por los costados.
Cuando las familias chinas que quedaban de este lado de Little Italy decidieron mudarse a otros barrios y los artistas desconocidos huyeron aterrados por la fiebre comercial que azotó al Greenwich Village y el Soho, Nolita comenzó a gozar de una moderada popularidad en los alrededores. Los estudiantes sin dinero, los bohemios en busca de la gran oportunidad y parejas sin hijos, pero con perro se interesaron en invertir sus ahorros en este remanso pueblerino donde la intimidad era todavía posible, cosa difícil de obtener en una ciudad tan enloquecida como Nueva York. El crecimiento fue en paulatino ascenso. De ser un paraje perdido en la guía turística de Manhattan, ha alcanzado categoría de barrio con mayúsculas y, para desgracia de los locales, están empezando a publicarse indicaciones de cómo llegar hasta allí en subte o micro, dónde comer rico y barato. Con eso llegaron más delis, cafés, lavanderías y venta de trastos viejos, pero todos en menor escala.
Antes que los medios periodísticos gritaran el boom, se supo que la población estable es de aproximadamente 4850 personas y está constituida fundamentalmente por jóvenes estudiantes de arte, diseñadores de ropa, pintores, dueños de bares que circulan vestidos al último grito de la moda, casi todos enfundados en prendas de marcas afamadas y cultores de una estética entre andrógina e histérica. Así se ve a las chicas que atienden los locales de calle Elizabeth, con esa eterna cara de lamento, apenas si sueltan una sonrisa para responder precios o como dar con una dirección de la zona.
Mientras algunos inquilinos de toda la vida pagan 180 dólares al mes por un departamento confortable, los precios para los recién llegados está colgado de las nubes. Aunque todavía la oferta es menor con respecto a la demanda, se sabe que un monoambiente de unos 35 metros cuadrados cuesta alrededor de 1500 dólares mensuales y el de dos ambientes, unos 2000. Por la venta de un departamento de dos ambientes piden entre 200 y 175 mil dólares, cosa que sorprende a los mismos vecinos, quienes afirman furiosos que, hasta hace cinco años, "las propiedades no valían nada". Según el artículo publicado en The New York Times, los agentes declaran que los nuevos residentes no tienen hijos, por lo tanto no les interesan las escuelas, lo único económico en este renovado Nolita. Tampoco se interesan por los centros de deportes recreativos, salvo los gimnasios, en cambio sí se muestran interesados en conservar el silencio, patrimonio del lugar.
Pero, a fin de cuentas, la expansión no ha resultado tan negativa para los vecinos pese a sus intenciones de guardar en secreto la existencia de estas diez manzanas. Al menos la fama le ha permitido a la calle Mulberry, por primera vez en años, reducir el índice de delitos gracias a la presencia de los nuevos comercios y a la policía que, si bien no es tan eficaz como reza Giuliani, ha barrido la zona de ladrones y traficantes de droga. Ni hablar del comercio sexual, rubro desierto en estas manzanas. También es positivo porque Nolita ahora es famosa por el acontecimiento más importante del año, su fiesta de San Gennaro, que comienza el jueves siguiente al Día del Trabajo. Durante diez días seguidos, entre las 11.30 y las 23.30, la calle Mulberry, desde Canal hasta East Houston, se abre sólo para peatones pese al disgusto de muchos que tampoco admiten estos festejos ruidosos.
Cuando finaliza el verano, la nieve cambia el paisaje y lo vuelve más taciturno. El movimiento se reduce a lo necesario, y algo increíble, cuentan que el silencio se torna ensordecedor.
Nolita no es un caso único en estos procesos de reurbanización de espacios legendarios, gracias a la pluma de célebres escritores americanos.
Algo similar ocurre en el otro extremo de la isla, exactamente en el Harlem, donde se están cotizando las propiedades gracias al repliegue del delito y a que los arquitectos han empezado a remozar su fisonomía. Quienes rompan los temores y se animen a caminar las veredas de este hermoso barrio pueden comenzar por el extremo sur, en los confines del Central Park (el subte 9) y llegar hasta el Tryon Park, bañado por la hiedra voraz y las aguas mansas del Hudson. Desde esas alturas, donde además está The Cloisters, un castillo medieval que se puede visitar todos los días, se encontrarán con un paisaje sereno de calles arboladas, cafecitos bien iluminados, cabinas de teléfonos en cada esquina, gorriones, niños correteando tras una pelota y gente amable dispuesta a indicar cómo explorar cada rincón.
El mapa conduce a los mejores lugares. Basta contar con una buena mochila y deseos de descubrir lo que no ofrecen los tours.
Por las noches, el neón parpadea, las calles están semidesérticas, los taxis amarillos apenas circulan, pero pese a ello, la ciudad parece a punto de estallar. Así es Nueva York.
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