

ILHA DO PAPAGAIO, Santa Catarina.- Renato Sehn echa a la olla cinco kilos de mejillones con su cáscara y espera los quince minutos necesarios para que se abran. Así comienza la rutina de una receta con la que suele agasajar a sus huéspedes. Su familia compró la Ilha do Papagaio, treinta kilómetros al sur de Florianópolis, hace 27 años y, luego de disfrutarla con los suyos durante poco más de dos décadas, los Sehn decidieron convertir las catorce hectáreas rodeadas de mar en posada turística.
Al descender de la lancha Cigarette, a pasos del cordón de arena que rodea a esta isla sin muelle, el visitante encuentra una mano amiga que extiende una copa con jugos tropicales y la sonrisa de Renato que invita a una de las actividades más preciadas de la isla, la caminata.
Sehn escurre y deja enfriar los mejillones ya abiertos. Mientras los dos dientes de ajo picados se doran en la gran sartén (especie de paellera), comienza a confiar los tesoros que la naturaleza dejará ver cuando, más tarde, el grupo recorra los senderos que suben y bajan, serpenteantes, los setenta metros que alcanza la altitud máxima de la isla. Entre los árboles, unas seis variedades de orquídeas y otras tantas de bromelias siembran de color la mata y el parque que separa las playas de las catorce cabañas bautizadas con los nombres de las islas vecinas.
Los pájaros que eligieron este rincón del paraíso como refugio integran una nómina digna de enciclopedia. Urutaú, picaflor, martín pescador, carpintero oliva manchado, hornero, aguilucho, chimango, gaviota cocinera, paloma picazuró, zorzal, benteveo, tijereta.
Yun etcétera que se mezcla en el aire de la cocina cuando Renato comienza a alimentar la sartén con los mejillones, tomates, cebollas, pimientos rojos y amarillos -todos picados-, cinco hojas de limonero, orégano, pimienta, páprika, un par de cucharadas de fondo de pescado, salsa de soja y manjericŠo dulce. Luego de regarlo todo con una copa de vino blanco, sube el fuego, sin dejar de mezclar los mariscos, girando la sartén hasta secar los jugos.
Su devoción por las aves es tal, que él mismo supervisa el crecimiento de los árboles frutales que plantó en el bosque para garantizarles alimento. Nada detiene a Sehn en su afán por preservar la belleza natural. Hasta compró las ocho hectáreas de mata natural situadas frente a la isla, sobre la península que se interna en la Bahia da Pinheira, para asegurarse un entorno de forestación eterna.
Vista al mar
Con techos de paja oscura y un estilo que recuerda las construcciones polinesias, las oficinas del complejo, el bar, el restaurante y las cabañas mantienen una distancia estratégica que garantiza la tranquilidad. Una cabaña casi oculta entre los árboles; otra sobre las piedras, a orillas del mar; todas dotadas con la deslumbrante vista del mar y la infaltable hamaca en el porche. Al otro lado, el continente depara los 6500 metros de onírica soledad de Praia do Sonho y la anchísima Praia da Pinheira.
Las mariposas revolotean entre las rocas de la costa norte, custodiadas desde lo alto por un grupo de buitres, el mar rompe el silencio matinal y la vista se pierde tratando de adivinar qué hay más allá de la vecina Praia do Naufragados, en el sur de la isla de Santa Catarina, en Florianópolis. Los espíritus más activos se dejan tentar por la oferta deportiva de la isla del Papagayo, que incluye tenis, paddle, voley de playa, esquí acuático, windsurf, kayack. Pero la aventura entre las rocas y los senderos es una propuesta difícil de eludir.
Renato arroja una buena dosis de Cointreau sobre los mariscos y no deja de revolver entre las lenguas de fuego del flambeado. Luego de rociarlos con jugo de limón, los acerca a la barra del bar de playa en una fuente forrada con hojas de plátano, repitiendo un ritual familiar que sigue la tradición iniciada por la abuela Lori cuando recibía a sus amigos en la isla. Será por eso por lo que aunque, cuenta con las manos expertas del chef Ivo Antunes de Mattos y la repostera Marizete Correia da Silva, Renato Sehn no puede evitar colocarse el delantal y reeditar su receta de mejillones lambe-lambe, cuyo nombre rinde culto al humano placer de lamerse los dedos luego de extraer el molusco con las manos.
Con la misma simpleza con que sirve la mesa, este hombre de cincuenta y pico, que alterna el manejo de su empresa de ingeniería en obras hidráulicas con su heredada vocación de cocinero y anfitrión, explica por qué aquel Año Nuevo de 1994 decidió hacer de su isla una posada. "Era mi proyecto de vida, me había prometido que entre los 45 y los 50 años me vendría a vivir aquí. Yaquí estoy", dice con el deleite sin alborozo propio de quien alimentó un sueño hasta lograrlo.
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