Papelones de la primera vez... a bordo
30 de septiembre de 2012
Después de subir por la pequeña escalera hasta la cubierta de embarque me recibió una alfombra mullida y una gran fila de empleados, perfectamente ordenados. El primero, de alguna nacionalidad del sudeste asiático que ya no recuerdo, me acompañó hasta mi cabina y encima cargó mi bolso que pesaba una tonelada sin que se le borrara la sonrisa. Cuando llegamos a la puerta, que abrió con cortesía, atiné a darle propina, como en cualquier hotel, pero enseguida la rechazó. No hicieron falta más palabras. Estaba claro que la vida a bordo tiene sus códigos y que yo -como buena novata- debía hacer un curso acelerado para no hacer más papelones durante los tres días de navegación por las Bahamas que me esperaban.
Las lecciones vinieron de parte de unas periodistas mexicanas muy experimentadas con las que compartí el viaje.
Lo primero: leer el programa para conocer las actividades del día y estar en el lugar indicado a la hora señalada. Así lo hice y me entusiasmé tanto con la lectura de unas revistas sobre cruceros que había en la cabina que llegué tarde a la cena. ¡Error! Los turnos para comer (suele haber dos) son bastante estrictos y después de los 10 minutos de tolerancia se cierra la puerta del restaurante. Hay excepciones y disfruté del menú de cinco pasos (perdí uno) exquisito.
Al otro día, durante el desayuno, mis compañeras comentaban cómo se iban a vestir para la Noche del Capitán, un clásico de los cruceros que hasta ese entonces desconocía. El dress code era formal, diría de gala. Es la gran noche, donde ellas suelen llevar vestidos de fiesta y ellos, traje. Y nosotras, como periodistas, tendríamos el privilegio de comer en la mesa del mismísimo capitán y otros integrantes de las tripulación. ¡Horror! Lo más elegante que tenía en la valija era unos jeans y una remera con las orejas de Mickey que me había comprado unos días atrás en Disney.
La escala en Nassau, la capital de Bahamas, me salvó. Aproveché para comprar un vestido y una carterita tejida que estuvieron a tono con la ocasión.
Por supuesto que estuve más que atenta a respetar los estrictos horarios para volver al barco después de las escalas. Muchos años más tarde en el puerto de Santos vi cómo una familia se quedó en tierra por llegar tarde al barco en una escala, sin valijas y documentos. Mucho más grave que perderse una cena, claro.
También me enteré que a bordo no se usa dinero, sino la tarjeta-llave del camarote y que la cuenta se paga al final, junto con las propinas que intenté dar el primer día.
Que la noche previa al desembarco hay que dejar la valija afuera y que, sobre todo, hay que acostumbrarse a tener paciencia para convivir con 3000 o 4000 personas en armonía.
Obvio, me perdí varias veces intentando encontrar la pileta, los salones y restaurantes, y me costó mucho (creo que todavía me cuesta) distinguir babor de estribor.
Pero la experiencia de navegar por primera vez en esos inmensos y multitudinarios hoteles flotantes fue única y recomendable. Volví a bordo otras veces y siempre sigo aprendiendo algo más de la cautivante vida en alta mar.