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Parati, un lugar donde pasar revista

Con las notas y melodías de Gilberto, Djavan o Caetano, esta ciudad del siglo XVIII conserva su armonía con las playas paradisíacas de sus islas




PARATI, Brasil.- De seguro, Jorge Amado debe haber andado por estas tierras antes de soltar los dedos y lanzarse a la aventura lírica que implicó Gabriela, clavo y canela . Parati, incluso habiéndose olvidado bastante de la presencia morena, parece hoy una rama de aquella atmósfera plantada sobre las páginas del bahiano. De hecho, la película basada en la novela fue rodada en este lugar.
Posada sobre el extremo sur del Estado de Río de Janeiro, el lugar es una gran aldea peatonal de construcciones coloniales, orilladas por callecitas de adoquines que han perdido la uniformidad en manos de la lluvia y los años. Es un poblado detenido en el siglo XVII. Hay caserones de techos altos y extensas galerías, devenidos a gusto en centros de exposiciones artísticas que exhiben lo mejor del país en esculturas y pinturas. Son frecuentes los mercados artesanales, los restaurantes de ambiente encantador y los espacios teatrales en los que se dan los últimos retoques a algunas obras que se estrenarán apenas caiga la claridad del día.
Son 33 manzanas de historia que se experimentan a pie, cualquier motor tiene vedado el acceso. Aquí, algunas puertas y ventanas están pintadas de un azul hortensia (así lo denominan), otras prefieren el amarillo o el rojo bermellón. Las paredes viven enamoradas de la flor fucsia de la buganvilla. La mayoría se mantiene blanca y algunas viran a celeste o a un rosa claro, en un empeñado intento por mantener esa estética colonial. Los caballos de los carruajes usan sombreros de junco colorado para protegerse del sol, las bicicletas son el medio de transporte por excelencia y las noches se viven a fuerza de cachaa y músicos que se animan a empuñar los acordes de la bossa nova con elegancia de alta alcurnia.
Parati es húmeda y calurosa. Fue fundada a fines del siglo XVI. Asienta su porte señorial de dama antigua en el fondo de la bahía del mismo nombre, sobre el océano Atlántico. Lleva sus espaldas flanqueadas por los últimos retazos de selva amazónica, en los que sobreviven algunos descendientes de las tribus tupi. Sobre la izquierda cruza el río Pereque-Acu. Las costas urbanas no son muy recomendables para el momento del cóctel de sol y ocio creativo. Para eso, mar adentro y cerca del pueblo, hay una veintena de islas e islotes con playas de arenas como azúcar, y palmeras erguidas desde siempre.
A orillas del Atlántico, las brisas se comportan como fieles compañeras de andanzas de los más pequeños, que ya comienzan el día remontando sus barriletes armados en casa. Cerca de allí, sobre el muelle, Dunke, capitán altivo de un barco de pesca que con la caída del real viró en goleta de paseos, le presta su piel mestiza al color de la mañana. Siempre bobina las redes con un movimiento memorizado, y las va limpiando de algas y tronquitos mientras busca algún desperfecto que justifique la ausencia de peces.

Armonía arquitectónica

Durante el siglo XVII, Parati fue el segundo puerto más importante del país. Por allí pasaba el oro que más tarde seguía su ruta hacia Mina Gerais. A mediados del XVIII, cuando decayó la exportación mineral, la ciudad empezó a perder su status dentro del mapa brasileño. Más tarde, en 1888, fue abolida finalmente la esclavitud y la mayoría de los habitantes comenzaron a mudarse a otras ciudades en busca de un mejor pasar. Sólo 600 lugareños quedaron viviendo sobre el casco paratiense, que no tenía en ese entonces caminos terrestres que lo comunicaran con los demás centros urbanos. Así, la ciudad se sumergió en un período de aislamiento que duró alrededor de 30 años. Ese fue el factor determinante de la intacta conservación de la estructura antigua.
Para los amantes de los documentos del tiempo, en la cima del morro que protege a la ciudad de los vientos nórdicos, hay un fuerte construido en 1703 desde donde, además, se obtiene una de las mejores vistas de la bahía. Apuntando hacia el mar, todavía descansan su belicosidad hoy inútil los cañones de acero. La estructura se levantó para defender la región ante las posibles invasiones. Actualmente contiene en su interior al Centro de Artes y Tradiciones Populares de Parati, un museo de la cultura de la zona. Cada día, a aproximadamente las 7 de la tarde, los últimos coletazos de sol iluminan las pintorescas goletas veteranas que se encolumnan anudadas al espigón. Entre tanto, una banda de trombones, trompetas y tambores va pintando las calles de batucada festiva y jolgorios populares. Algunas veces, cerca de allí, suele resonar en un grito estridente el Pé, pé, pé/ mao, mao, mao/ Olha a roda minha gente / caranguejo no salao que anuncia el inicio de la danza del caranguejo; una especie de baile folklórico nativo que se lleva todos los aplausos en las reuniones locales.
A la noche, a lo largo de la Rua Do Comercio, los artesanos combinan pequeñas réplicas en miniatura de goletas antiguas, con peces de madera, colgantes de cuero, tapices, batiks, máscaras, flores de papel, dulces y licores. También hay letreros que anuncian la confección de tatuajes de henna (tinturas naturales delebles) y trencillas africanas para niñas coquetas . Los vendedores de cocadas (pasteles de coco y azúcar) comparten el espacio callejero con los carritos de tragos y bebidas alcohólicas y los hamburgueseros itinerantes.
Hay música en vivo en casi todos los bares. Las melodías de Caetano, Gilberto, Djavan y Milton conforman una sinfonía general que presta una atmósfera amistosa que invita al paseo interminable. Los noctámbulos despiden el día desde el Margarida Café o el Dinho«s Bar, dos de los que presentan lo mejor en música popular brasileña.
Martín Correa Urquiza

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por Redacción OHLALÁ!

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