

PARIS.- No hay nada más chic, al decir de antes, ni fashion, con palabras de la actualidad, que desayunar temprano en el Café Marly. La creación de los hermanos Costes, primos hermanos de Phillip Starck en vanguardia y éxito económico, es la síntesis de París, siempre igual y sorprendente.
Cualquiera se siente realizado mordiendo su croissant, mirando la Pirámide de Ieoh Ming Pei y teniendo a las espaldas, vidrio por medio, el Louvre. Todo esto sin tener que pagar la entrada al museo, aunque la consumición no sea gratis ni mucho menos en tiempos de euros.
Lo que es válido para este ejemplo lo es para los infinitos lugares donde podemos sentarnos a ver la vida pasar y pasar. Porque un café de París, igual que el amor, es todo lo que se nos ocurra decir que es. Desde el nombre hasta el menú, todo vale. Es cierto que se puede pedir un cortado (café crème) o incluso una lágrima (noisée, una gota de leche sobre el Petit Noir que es el espresso de los franceses). Pero es una minoría la que pide sólo un café, salvo para hacer tiempo y justificar la consumición.
Extensión del hogar
Para la mayoría, los cafés son su salón de estar, su living, donde van a leer el diario, escribir cartas o mandar un e-mail con la laptop, citar amigos o encontrarse con la amante (la legítima va a otro café), o todo lo que Balzac pintó en La comedia humana.
La mayoría, tanto locales como extranjeros, piden el desayuno (petit déjeuner) cuando se les ocurre, helados (glasés) en pleno invierno o chocolate en verano; las incontables delicias de sus patisseries (masas y tortas a toda hora), una copa de vino (Ballon de 14 cl) a la mañana, una cerveza (Demi, 25 cl, tirada de barril, nuestro balón) a cualquier hora lo mismo que un champagne (sólo Sharon Stone se lo permite, porque es francés y caro).
La lista incluye ensaladas (plaga diet universal), huevos, quesos, pasando por el buffet frío o caliente (froid o chaud), el plato del día, la sopa de la noche (no sólo la de cebollas ) o un Croque Monsieur (sándwich sellado caliente) o Croque Madame (igual con un huevo frito a caballo). Se cuenta que al desfilar el general Charles de Gaulle durante la Liberación de París pidió un sándwich en el Café de la Paix.
Los locales pueden ser imponentes, con sus terrazas vidriadas en los grandes boulevares, o muy pequeños, con pocas mesas en las esquinas de los 20 distritos (arrondissement) en que está dividida la ciudad. Lo que los identifica es que en todas partes las sillas miran a la calle, al escenario. Uno se ubica en la platea y el espectáculo empieza cuando usted se sienta.
De parado es otra historia, la de los pubs o los bares de los ingleses con su barra, que de allí viene la denominación, o los cafecitos que desaparecieron de Buenos Aires.
A los parisienses no les preocupa demasiado el nombre y al lado de la palabra bar le ponen sillas. Frente al estudio del escultor Antoine Bourdelle, autor de la estatua de Alvear, la obra ecuestre más bella del mundo, hay un local que sirve café o lo que fuera en las mesas de adelante y luego comidas en las pocas que tiene atrás. Y lo atiende el dueño, mientras la mujer cocina.
Algunos incluyen hasta una discoteca, como el Buddha Bar, con Naomi Campbell y las otras supermodelos bailando frenéticamente. El nombre es lo de menos, porque la combinación funciona genialmente. Algunos se llaman brasseries, porque despachan cerveza (los demás también) y otros bistrós o bistrots, salones de té, con cortinas al crochet tejidas por la abuela. La diferencia es el restaurante, la categoría más alta a la hora de comer, porque no se trata de picar al paso, sino de dedicarle un par de horas al almuerzo, o más a la cena.
Caballeros con bandeja
Lo que no cambia desde finales del siglo XIX es el uniforme del camarero: pantalón negro, camisa blanca, moñito, chaleco con muchos bolsillos y el delantal blanco impecable que cae hasta los pies, con el que todos los años participan de una carrera que sale en televisión.
No luchan por la propina porque está incluida y están orgullosos porque servir no es una mala palabra. Son eficientes y silenciosos como sus parroquianos, porque se habla en voz baja y aunque las mesas estén pegadas es casi imposible escuchar la conversación del vecino.
Las sillas de esterilla firme hacen juego con las diminutas mesas de mármol en círculo. La escena la hemos visto (y seguiremos viendo) en mil películas.
La decoración es otra constante del buen gusto atemporal. Predominan los toldos rojos. Hasta los McDonald´s los respetan. Los espejos biselados sobre las paredes y las columnas van multiplicando las imágenes y permiten chusmear sin dar vuelta la cabeza. Sillones de alto respaldo y tapizados encarnados sobre las paredes mantienen la atmósfera que recuerda el brindis de La Traviata.
Los bronces siempre recién lustrados harían la felicidad de un anticuario, lo mismo que el estilo Napoleón III, el imperio que fijó el estilo del París con el barón de Haussmann. La iluminación está muy cuidada. No hay tubos fluorescentes, sino arañas o apliques con lámparas de pocos vatios que valorizan el claroscuro del rostro femenino. Nunca son un quemo para quien no quiere recordar sus cumpleaños.
Y este panorama se repite en toda la ciudad, por encima de las diferencias, que las hay, entre ricos y pobres. Cada barrio es un mundo autosuficiente hecho a su imagen y semejanza. Es radial como el mapa del Metropolitaine. Aquí no tiene sentido hablar del Centro, salvo para los turistas que lo confunden con la muchedumbre de la avenida Champs Elyssées, donde se escucha hablar todas las lenguas, menos francés.
Por Horacio de Dios
Para LA NACION
Para LA NACION
Recuerdos para llevar
Varios de los cafés más importantes venden platos, ceniceros, copas, recuerdos... en suma. No son baratos, pero constituyen la única manera de irse con un souvenir a casa sin ir preso, porque en la Ciudad Luz los descuidos se consideran un robo.
Un destapador como el que usan los camareros, al que llaman limonadier, vale 8 euros. Incluso se puede comprar muebles para recibirlos a domicilio, con la única condición de pagar 735 euros por una silla y 495 por una mesita. Pero nos perdemos el paisaje, que es lo que más vale.
Datos útiles
Para agendar
Además de los clásicos (Café de la Paix o el Café de Flore), se puede recomendar otros rincones.
1) El café de la feria de la rue Mouffetard, entre Censier y Thovin (metro: Censier).
2) La terraza de L´Institud du Monde Arabe en 23 Quai St. Bernard (metro: Jussieu).
3) Café Blue en el subsuelo de la Boutique Lanvin. 15 rue du Faubourg St. Honore y rue Boissy-D´Anglas (metro: Concorde)
4) A Priori The, en el pasaje de la Galería Vivienne, 6 rue Vivienne (metro: Bourse).
5) L´Ecluse, bar de vinos con varios locales. 15 place Madelaine (metro: Madelaine).
6) Le Train Blue, en estación Lyon. Ir al bar que está al lado del restaurante (metro: Gare de Lyon).
7) La Samaritaine. 19 rue de la Monnaie (metro: Pont Neuf).
8) Rue de Lappe, con la sucesión de bares y lugares de tapas en una auténtica coproducción franco española (metro: La Bastilla).
9) Georges, en el Centro Pompidou (metro: Rambuteau).
10) Cualquier bar frente a su hotel
Le Procope, el pionero
Se asegura que Francesco Procopio creó, en 1672, el primer café de París, poco después de haber surgido en Italia un establecimiento similar en 1645. Le Procope comenzó vendiendo helados y café al mismo tiempo en que mezclaba hierbas y especias en licores y aguardientes.
Tuvo la suerte de que se convirtiera en su vecina la Comedie-Française y su local le sirviera de antesala y trastienda. Los primeros parroquianos se llamaron La Fontaine, Molière y Racine, iniciando una constelación de celebridades que continuaron con Rousseau, Diderot y en especial Voltaire, que vivía muy cerca, sobre el río Sena, sobre el muelle que ahora lleva su nombre. Hasta Cortázar se sentó a sus mesas para saborear un café y Montesquieu comentó: "En París hay un local donde se aprecia el café de tal modo que otorga inteligencia a quienes lo toman". Entre sus habitués estuvieron Musset, Balzac, Verlaine y Oscar Wilde.
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