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París tiene el arte de la buena mesa

No sólo hay que observar la variedad de alternativas y de platos, sino su presentación




La buena mesa es quizá la pasión más intensa de los franceses. Cuando se visita París, asombra, y hasta angustia, la cantidad de restaurantes. Uno quisiera sentarse a la mesa de casi todos ellos para probar la variedad deliciosa y casi infinita de platos que ofrecen. Además de los establecimientos en los que se puede paladear la cocina típicamente francesa, están los regionales, los étnicos y los que están consagrados a cierto tipo de ingredientes (quesos, trufas, frutos de mar).
Entre los más hermosos y prestigiosos restaurantes parisienses figura Le Grand Véfour, situado en uno de los lados del cuadrilátero del Palais Royal (tiene entrada por el número 17 de la rue Beaujoulais), que pertenece a la cadena de Relais & Chateaux.
Los orígenes de Le Grand Véfour se remontan al siglo XVIII. En ese entonces, en el mismo emplazamiento, Antoine Aubertot fundó el Café de Chartres.
De inmediato se puso de moda y con el tiempo empezó a ser frecuentado por figuras tales como Napoleón Bonaparte y Josefine Beauharnais.
El recorrido de las banquetas de terciopelo rojo que corren a lo largo de las paredes, de tanto en tanto, está animado por el brillo dorado de una pequeña placa dorada donde figura el nombre de la celebridad que acostumbraba sentarse allí; por ejemplo, en una esquina del salón principal, se ve una inscripción que dice "Jean Cocteau", al que se debe la ilustración de la carta del restaurante. Le Grand Véfour es una de las catedrales de la gastronomía de la ciudad y tiene el máximo de estrellas en la guía Michelin.

Pasado real

No muy lejos, en la rue de Rivoli, frente a las Tullerías, está Angelina, que funciona como restaurante y como sala de té (cerrado de noche). En el pasado, allí funcionaba Rumpelmeyer, la firma que abastecía a las casas reales de Europa.
Durante los años 20 y 30, una de las habitués de Rumpelmeyer (todavía se llamaba así) era Victoria Ocampo.
El decorado tiene mucho de la belle époque. Hay pinturas en el techo, espejos, y la vista de los jardines de las Tullerías. El foie-gras , servido caliente, con una flûte de champagne es uno de los clásicos de Angelina. En cuanto a los postres, el más célebre es el Mont-Blanc, una esfera de puré de marrons, que encierra una crema chantilly deliciosa.
Los Mont-Blanc que se comen en otros establecimientos, aun en los especializados en repostería, no pueden ni compararse con los de Angelina.
El único problema es que, a menudo, se debe hacer cola para conseguir una mesa.
Si se continúa por la rue de Rivoli y se dobla por la rue Royale en dirección a la plaza de la Madeleine, uno encuentra La Durée, otro restaurante y sala de té (también cerrado por la noche).
Se trata de una sala rococó relativamente pequeña (hay mesas también en el primer piso), con pinturas en el techo, en las paredes, con espejos encerrados en marcos barrocos. Los estucos dorados agregan esplendor al conjunto.
Vale la pena darse una vuelta al mediodía. La clientela está integrada por un enjambre de señoras elegantísimas (la mayoría ha superado los 40 años y tiene por lo menos dos cirugías estéticas en la cara) que han ido a hacer compras por la Madeleine. No van muchos turistas.
La Durée tiene una sucursal en Champs Elysées, montada con gran lujo, pero lo tradicional es ir a la central de la Madeleine.
El postre emblemático es el macaron, una pasta de almendras que viene en distintas variantes (de chocolate, de pistacho, de frambuesa).

Sobre las vías

Los que amen la comida judía no tienen posibilidad de equivocarse. Lo mejor es ir a lo de Jo Goldenberg, en el barrio del Marais, más precisamente en la breve rue des Rosiers.
También se puede comprar comida para llevar. Es un restaurante muy pintoresco, de dos pisos, con la forma de un vagón de tren.
No hay celebridad que no haya pasado por allí. Los sábados por la noche, a veces, hay conjuntos musicales.
Se come muy bien y la consumición es muy económica.
Muy cerca, hay un salón de té fundado en el siglo pasado, Fréres Mariage.
Los domingos sirven un brunch exquisito, que hace las veces de opíparo almuerzo. Es muy concurrido.
El ambiente es agradable, pero hay un detalle irritante: los mozos son de un esnobismo delirante y da la impresión de que condescienden a recibir las órdenes de los parroquianos.
En el 142 del boulevard Saint-Germain, se encuentra la brasserie La Vagenende, que ofrece buena comida en un marco excepcional.
El salón ha sido clasificado como un monumento histórico porque se trata de uno de los ejemplos más hermosos y acabados del art nouveau. Las boiseries, los espejos, las columnas de hierro responden al estilo floral de la belle époque.
Tienen una fórmula económica, pero exquisita, que permite disfrutar del encanto de ese lugar maravilloso por una suma muy discreta.
Y la lista podría seguir casi indefinidamente; es más, seguirá en otras ediciones.
Hugo Beccacece

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por Redacción OHLALÁ!


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