

Tres años después de la erupción del volcán Puyehue, San Carlos de Bariloche debió desempolvarse, reactivarse. Pero ante un panorama crítico, la ciudad rionegrina respondió con entusiasmo y especial énfasis en la oferta de turismo activo, hasta lograr la denominación como nueva Capital Nacional del Turismo Aventura. Las actividades en la zona se multiplicaron y diversificaron. El turismo explotó en los lagos, donde creció considerablemente la practica de kayak, canoas, stand up paddle, windsurf, kitesurf, yachting, pesca y hasta buceo. En los ríos, el rafting se volvió furor. En la montaña, los senderos andinos y las cabalgatas siguen siendo un clásico junto al espíritu joven del mountain bike y el canopy. Acá, apenas una pequeña muestra de un menú cada vez más completo.
Navegar
Para disfrutar de los lagos patagónicos, una buena alternativa es la navegación en veleros como El Orgulloso, de 26 pies, que espera en el brazo Campanario del Nahuel Huapi. Mientras uno de los pasajeros suelta el cabo, la propietaria y timonel, Carolina Souhilar, explica que las salidas en estas embarcaciones son cada vez más buscadas, sobre todo para grupos familiares (máximo, seis personas, en su caso), en programas de tres horas, que llegan hasta Puerto Venado e isla de los Víveres, por ejemplo.
Con el viento soplando a diez nudos izamos la vela mayor y tomamos velocidad. A bordo, todos participan en alguna tarea: desatar la vela de la botavara, desplegar la vela mayor o el foque, tomar el timón si las condiciones lo permiten. Tanto a la ida como a la vuelta siempre hay algo para hacer, incluso cebar mate, en el caso de los más duritos.
A medida que ganamos velocidad, el velero se inclina en una de sus bandas y los pasajeros comienzan a sentir vertigo. Cada tanto, una ola nos salpica para recordarnos la temperatura del agua. La experiencia de navegar en semejante entorno nos deja sin palabras: mejor simplemente dedicarse a sentir el viento en la cara.
Mientras cuenta su experiencia de venir a vivir al sur desde Buenos Aires, Carolina lleva el velero con suma calma y lentamente contagia a los turistas para aflojarse y disfrutar la sensación de estar sentados en primera fila hacia el lago Nahuel Huapi. Al bajar del velero, todos pensamos en el trabajo de Carolina. Y seguiremos pensando en lo mismo también a la noche, pero ya en una de las buenas cervecerías artesanales de la ciudad, donde la aventura pasará exclusivamente por probar los diferentes sabores.
Cabalgar
En el valle del río Ñirihuau, unos 15 kilómetros al sudeste del Centro Cívico, la familia Haneck, de origen alemán, pero con cinco generaciones en Bariloche, nos recibe con los caballos ensillados para una cabalgata de dos horas. No hay momento igual al de subirse al caballo, arqueando las piernas y encastrando los pies en los estribos. Entre los cerros Las Buitreras y Carbón atravesamos un gran mallín y un bosque de ñires, retamos, palo piche y varios otros. Luego ascendemos al filo del cerro Bernal, desde donde todos nos plantamos copiando al Chango Haneck, cual peones afinando la mirada en la cordillera de los Andes. Herman Haneck, bisabuelo del Chango, pobló estas tierras tras haber acompañado como cocinero a Perito Moreno durante la delineación de la frontera argentino chilena en 1890. Hoy en esta tierra crecen sus tataranietos.
La fina llovizna que vino a continuación no hizo más que enaltecer el exquisito asado criollo que cocinó Francisco, hijo del Chango, y las abundantes ensaladas, panificados y postres caseros preparados por Mónica y Suyai Haneck (madre y hermana) durante el paseo, y nos esperaba junto a un par de pingüinos en el quincho de la chacra familiar.
Volar
Luego de una mañana a caballo, por la tarde llegamos a Colonia Suiza. Allí espera Axel Bisio, que hace diez años propone volar entre las copas de los árboles de Bariloche. Luego de un rápido instructivo y un viaje de diez minutos en 4x4 hasta la base, nos colocamos un sistema de arnés con poleas, casco, guantes y un protector de cuero para usar de freno, mientras empezamos a saborear el vértigo, aún con los pies en la tierra. Axel, que últimamente no sube tanto al complejo por ocuparse de tareas administrativas, comparte de alguna manera nuestro hormigueo previo; al parecer, la adrenalina se renueva.
A medida que los primeros en la fila inician el paseo de 1500 metros a unos 20 metros de altura, sus gritos y chillidos se pierden entre los cohíues. Toca entonces contradecir el instinto de supervivencia y saltar al vacío para sentir el viento, la altura y la humedad, para redescubrir la profundidad del bosque y una espectacular vista del Nahuel Huapi. Gritando y sonriendo, las ramas están cerca y el suelo, lejos, todo fríamente calculado. Al final quedan ganas de más.
Pescar
Después de una completa picada en el complejo Los Baqueanos, Víctor Katz lidera una iniciática excursión de pesca en el lago Gutiérrez. Dado su tamaño, los anteojos de sol y el corte al ras, Víctor podría pasar por fisicoculturista. Pero el toque diferente o la pista la dan detalles como la gorra de mil viajes, descosida en la visera, probablemente su gorra de la suerte, su aurora.
Al principio es difícil percibir dónde está el rigor de esta actividad: la lancha avanza a una velocidad casi imperceptible en un lago estático a las 3 de la tarde. Los tres novatos vamos sentados en una postura poco atlética, como si estuviéramos esperando el turno en el dentista. Cada uno con su línea y Víctor atento a todas, mientras cuenta que a los 20 años abandonó Derecho y Buenos Aires para seguir su instinto hasta Bariloche. Desde entonces nunca pensó en volver. Ya pasaron 35 años.
No íbamos ni cinco minutos de cuento cuando mi caña se torció repentinamente hacía el agua. Inmediatamente los cuatro damos un salto y duplicamos nuestras pulsaciones. En sólo unos segundos conocemos la verdadera cara de Víctor; más que fisicoculturista, un niño recibiendo un paquete de figuritas.
De un momento al otro el semirrígido se llena de gritos, risas y saltos. "¡Traela! ¡Pará! ¡Frená! ¡Levantá la caña!", indica el señor de la pesca de Bariloche. A unos 15 metros divisamos las primeras señales de la trucha, la aleta dorsal flamea suavemente hacia nosotros cuando Víctor exclama: "Es una arcoiris, es hermosa, no lo puedo creer, miren qué belleza". Al parecer, los años de rutina no acabaron con su fascinación. Víctor está feliz. Una vez que la trucha, aproximadamente de un kilo y medio, está a un costado del gomón, Víctor le saca gentilmente el anzuelo y la presta para las fotos. Luego explica cómo devolverla al agua sin que se perturbe, porque de estresarse "le podría dar un paro cardíaco".
La trucha se va coleando por el lago apenas a diez minutos de haber salido desde la costa. Cinco minutos después sacaríamos una trucha marrón. "No existe casualidad, sino causalidad", resume Víctor mientras nos cebaba el mate de la victoria.
Remar
A las 8.30 partimos hacia el río Manso inferior, a unos 70 kilómetros de Bariloche, uno de los puntos más excitantes y a la vez seguros para practicar rafting en el país. Para la experiencia, algo así como la crema del postre en el turismo aventura, el grupo se calza traje de neoprene, botas, campera rompevientos, chaleco salvavidas y casco.
Una camioneta 4x4 nos conduce hasta el borde del río, donde un concreto instructivo ayuda a reducir al mínimo las posibilidades de un accidente, con gestos, pautas y maniobras que en minutos serán imprescindibles.
Arriba del gomón, los dos tripulantes al frente marcan el ritmo de remado. Javier, el guía, en el último lugar, está a cargo de las indicaciones. Es joven, flaco y hasta chiquito, pero tiene absoluto control de lo que sucede. Cada vez que el bote se gira, traba las piernas y hace palanca en el agua para enderezarlo. Hace fuerza contra la fuerza de la naturaleza, pero conoce bien el agua. Sus gritos adelante, adentro, izquierda y derecha nos conducen con perfecta sincronización. Tan solo en la primera pequeña ola quedamos todos ensopados, incluso algunos despatarrados.
A partir de entonces nos enviciamos con cada choque, cada salto y caída, y no importa lo que pase, no dejamos de remar. Paulatinamente entramos en confianza y nos abalanzamos remando casi afuera del gomón, inclinando el peso contra lo que venga. Somos espartanos, invencibles..., hasta que en la antepenúltima ola, denominada relax, el gomón pega de costado y todos vamos a parar al agua. Si bien el chapuzón es bastante más chocante que un baldazo de agua fría, previamente habíamos sido avisados que de caernos no habría peligro ya que siempre entre ola y ola llegan a haber 200 metros de descanso para relajarse.
Así nos lo tomamos: hacemos la plancha y nos dejamos llevar por la corriente durante diez minutos, alzando la vista para ver el cielo recortarse por las copas de los árboles que viajan marcha atrás. Ninguno sufre el frío, la sensación es por el contrario revitalizante, nos hace sentir vivos. De vuelta a bordo, Javier nos comenta: "Son muy afortunados de tener la experiencia de darse vuelta, no hay una aventura más grande que esa". Pronto la travesía llega a su fin a unos pocos metros del límite internacional con Chile y emprendimos el regreso celebrando que, afortunadamente, nos dimos vuelta.
Santiago Greene
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