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Pinceladas correntinas

Por María Gloria Ladislao

19 de octubre de 2008

Voy llegando a Santa Lucía. Con las primeras luces todo el paisaje desmiente que todavía sea invierno. Desde las populares alegrías del hogar en cada puerta hasta las delicadas rosas que mi anfitriona puso en su altar hogareño a la Virgen de Itatí, todas las flores aquí son generosas y vitales.

Me impresiona la construcción colonial de la iglesia de Santa Lucía, y la casa parroquial, serena en la firmeza que le dan sus paredes de un metro de ancho.

En la plaza de Goya me siguen sorprendiendo las flores: azaleas que harían morir de envidia a mis macetas porteñas y lapachos de corolas fucsias casi titilantes al sol del mediodía.

La hospitalidad y alegría de la gente se muestra a la hora de la comida: corderito acompañado con tomates de verdad, rojos y sabrosos, y ensalada de achicoria, de las huertas de la zona.

A la mañana siguiente salimos por la ruta que va hacia Mercedes. Parada obligada, el santuario del Gauchito Gil, la Cruz Gil me aclaran. No hay nada de contradictorio para los católicos de por aquí en venerar la Cruz Gil. Toda la devoción nació alrededor de esa cruz, y donde hay una cruz hay algo de Dios, así de simple. Aunque resulte inentendible para el intelectual que viene de afuera, me encuentro con otra muestra más de ese sincretismo religioso pacífico y popular.

Llegamos a Curuzú Cuatiá, y con la comida, otra vez la generosidad para hacerme probar las cosas buenas del lugar: chipá, pan con queso, tortillita de verdura; más tarde llegarán unas mandarinas jugosas y dulces de Monte Caseros. Curuzú Cuatiá presenta en la entrada un cartel que dice: Cuna de chamameceros. Y la gente le hace honor, cantando con entusiasmo y energía. Como para que el visitante verifique que es cierto eso de la fuerza y la alegría correntinas.

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