
Polinesia Fragancia francesa del Pacífico
Los visitantes quedan deslumbrados por las playas y el mar azul profundo que rodea las islas; pero eso no es todo, los curiosos ritos de los pobladores y el espectáculo que ofrecen los nativos son el condimento de una estada inolvidable
25 de septiembre de 1998

TAHITI.- Es un arrebato de la vida. Cuando se llega, cuando el sol ilumina la primera mañana, cuando la cadencia de las danzas domina el cuerpo del visitante, o cuando los colores, tan puros, tan salvajes, le transmiten furia o una inescrutable calma al extraño.
Si se duda sobre la existencia del paraíso, al menos se sabe que la Polinesia Francesa existe. Por tal motivo, hay que intentar visitarla aunque sea una vez en la vida, con la certeza de que es posible regresar a casa. Aunque nada lo garantiza. Hay quienes no vuelven.
Tal vez, porque desde que uno pisa estas tierras se entabla la enigmática comunión que ofrece la inocencia. Por la sonrisa cálida de los nativos, por el ofrecimiento espontáneo de un collar de flores o de un gesto amistoso que se escapa casi imperceptible.
Los célebres artistas franceses Gauguin, Bougainville y Loti, deslumbrados por su belleza, la adoptaron como lugar de residencia. Nadie como Gauguin retrató el espíritu de los isleños, en especial a sus mujeres, y a los vivaces matices de los paisajes.
Cuando Marlon Brando la descubrió, en 1968, durante el rodaje de Motín a bordo , no dudó de que pronto tendría un casa de veraneo para escaparse de vez en cuando. Compró Tetiaroa, un atolón circular integrado por 13 islas.
Tahití, Moorea, Bora Bora, Huahine son las más conocidas y forman parte de Islas de la Sociedad, las más desarrolladas turísticamente. En total son 118 islas y atolones, dentro de una superficie de 4 millones de kilómetros cuadrados, similar a la de Europa, sin contar Rusia, con la diferencia de que ocupa 4000 kilómetros cuadrados.
El mar y lagunas cristalinas, llenas de vida, se adueñan de los tonos del cielo, reproduciendo una escala de azules y turquesas nunca vistos. La naturaleza estalla en colores encendidos y aromas intensos. Mangos, cocos, bananas y flores exóticas le dan gracia a la espesa vegetación, mientras que elegantes palmeras se inclinan sobre las playas, donde los opuestos también juegan: son de arena blanca o de arena negra.
Pero la seducción de la Polinesia también es ejercida por el estilo de vida de sus pobladores, cuyas costumbres se mantienen intactas desde hace 50 siglos. Ellos no escribieron su historia: sí, la celebran, la bailan y la cantan. Sus ropas son sencillas y de colores que hacen vibrar, siempre bien acompañadas por un accesorio que resulta infaltable: el típico collar de flores entrelazadas.
En cualquier parte de la Polinesia Francesa es posible acercarse a sus tradiciones por medio del turismo y hasta vivirlas como propias. Tal como celebrar una boda en la playa, pasear en piragua, dormir en bungalows sobre el agua y saborear sus comidas. Todo ello acompañado por el lujo importado desde Francia.
Tahití para enamorarse
Es la mayor de las islas, y se conoce como la Isla del Amor. Tanto que las bodas a la tahitiana son tan románticas que hasta los casados vuelven a jurarse amor eterno.
Aline y Joao, una pareja de cariocas, después de cinco años de matrimonio decidieron pasar su segunda luna de miel en Tahití; la primera había sido en Jamaica. La decisión de refirmar sus promesas la tomaron al ver una ceremonia en la playa, que a los dos días los convertiría en sus protagonistas.
A eso de las cuatro de la tarde, los llevan a lugares separados. Joao va a un motu , un islote solitario, donde lo bañan, masajean y perfuman. Aline corre la misma suerte. El cielo turquesa comienza a apagarse a medida que el sol cae lentamente.
La quietud reina en la playa donde Aline aguarda emocionada y tan nerviosa como por primera vez, bellamente ataviada. Joao aparece de pie, sobre la proa de su canoa, coronado por flores frescas blancas, amarillas y rojas.
Ambos son subidos sobre un andas cubierto por más flores, como si fuesen miembros de la realeza. En alto, recorren la playa y el atardecer todavía deja ver la vegetación que cubre las montañas. El viento acaricia sus caras y despeina los rizos indomables de Aline. Así se dirigen a una villa donde sus habitantes presenciarán la ceremonia. Ambos aprietan sus manos y, entre cantos y rezos, vuelven a decir que sí.
Después vendrá la hora de los cantos, de las danzas. El momento en que la música es casi un murmullo, un zumbido, el instante en que los hombres macizos muestran sus tatuajes infinitos y mujeres rollizas o estilizadas mueven sus caderas y las polleras resuenan casi como chasquidos.
Al ritmo de Papeete
Las calles angostas de Papeete están llenas de pequeños bares, restaurantes de cocina internacional, francesa, italiana, locales chinos y tahitianos. En un bullicioso mercado se venden los productos que acercan los nativos desde los puntos más remotos de la isla y del resto de la Polinesia Francesa. Los pareos no pasan inadvertidos, hay amarillos, verdes, turquesas, rojos en divertidas combinaciones. También se consiguen artesanías de caracoles y corales, y frutas tropicales.
Si bien en la capital de Tahití recomiendan una visita al Museo de Gauguin, es poco lo que se puede ver. Apenas tiene un par de originales y el resto son reproducciones.
El Centro de la Perla Negra es una invitación tentadora. Es la oportunidad para cumplir con algún obsequio especial. Los precios superanlos 100 dólares, y mucho más si se opta por un glamorosa gargantilla.
Diversión sin descanso
Si salir de vacaciones supone tomar un descanso, quedarse colgado de una palmera no es mala idea. Qué mejor que tomar un trago de frutas tropicales (con alcohol a gusto) en una hamaca, o dormitar sobre una colchoneta que se mece en una laguna multicolor. Pero en Tahití la diversión es contagiosa, y el descanso queda relegado hasta altas horas de la noche.
Las jóvenes tahitianas, ceñidas por largos pareos y embellecidas por flores, invitan a los visitantes a embarcarse en alegres piraguas que ellas mismas reman con sensualidad. Las aguas calmas y transparentes sólo se alteran cuando el remo impacta sobre la superficie. A medida que se avanza los colores del mar van cambiando, según la luz del sol, las nubes y las formaciones coralinas. Los viajeros no dejan de sorprenderse cada instante, los ojos no consiguen acostumbrarse a algo tan natural e increíble a la vez.
El buceo no es tarea sencilla pero las salidas para practicar snorkeling son una propuesta para todos. En algunos lugares de la laguna, las corrientes marinas son impresionantemente fuertes y arrastran hacia las bellezas de un mundo submarino inagotable. Entre peces de colores y corales nunca se sabe dónde se va a parar. Pero al cabo de 20 minutos de exploración todo concluye en una playa donde espera una barbacoa tahitiana, pescados a la parrilla, y tragos frutales. Y porque una experiencia polinésica no finaliza sin el vibrante sonido de los ukeleles y la danza de sus nativos, un grupo de bailarinas de piernas macizas da comienzo a un espectáculo de movimientos ondulantes.
Para cambiar de ambiente, hay excursiones, en jeep o moto, hacia las montañas. Tahití es una isla volcánica de picos puntiagudos, ríos y valles encajonados. Desde las alturas, la vegetación tropical se enmarca de azules que no distinguen mar y cielo.
Pero si el ánimo pide más, una salida en velero acompañada de amigos puede ser una experiencia muy divertida, pero tratándose de la isla del amor, si es de a dos es mucho mejor.
Las remembranzas de Moorea
La otra isla reconocida mundialmente es Moorea, 17 kilómetros al oeste de Papeete. Se cruza en unos pocos minutos en modernísimos ferries.
Es una isla de origen volcánico, cuya forma triangular puede ser recorrida en algo más de una hora. Las montañas tienen forma dentada, y la parte más alta a la que se puede llegar -el monte Tehiea-, alcanza los 1207 metros. Desde lo alto del mirador Le Belvedere se aprecia el rico valle Opunohu, uno de los paseos que más turistas congrega ya que se pasa por el medio de este cráter hundido, rodeado de plantaciones de ananás y bosques de acacias.
También desde lo alto se ve la bahía Cook, cuyo nombre rememora al capitán James Cook, el primer europeo que pisó el territorio, en 1777, cuando la nave atracó en esa misma bahía, antes llamada Pao Pao. Otro lugar con vestigios del pasado es el pueblo de Papetoai, al oeste de la bahía Cook. Allí vivieron los misioneros ingleses, cuya iglesia octogonal, construida en 1829, todavía es utilizada.
Moorea tiene un ritmo más tranquilo que Tahití, pero más intenso que el de su otra vecina, Bora Bora. Tiene varios complejos hoteleros, como así también pensiones y negocios. Recuerdos para llevarse de Moorea hay muchos, algunos que perdurarán toda la vida: varios locales hacen tatuajes típicos de los polinesios. Siempre hay alguien al que no le alcanza con un collar de flores. Las noches del complejo Tiki Village, son famosas por sus shows . Se lucen hermosas bailarinas y hombres duchos en el manejo de antorchas. Se sirve comida típica y también se celebran espectaculares bodas a la tahitiana. El actor norteamericano Dustin Hoffman se casó en este lugar, donde la costumbre es pasar la luna de miel en un bungalow a orillas del mar.
Isla por isla, no hay quien se rinda a los encantos de la Polinesia Francesa, de su gente, su alegría y los paisajes exuberantes. Algunos deciden no volver, pero otros prometen regresar muchas veces más.
Marina Schiavonea
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