En 1981 viajé con mi esposa, Marzenka Nowak, a Polonia. Ella nació allá, pero se fue a los pocos meses huyendo de la guerra en 1945. Su papá fue un héroe de guerra -hace muy poco vimos un libro que cuenta la historia de él en la resistencia polaca- y para ella ir a Polonia fue encontrar a todos los parientes que dejó al partir. Tuvimos reuniones emocionantes, todo el tiempo, de muchas charlas. Mi mujer habla muy bien polaco y vivía interrumpiendo las conversaciones para traducirme. Estuvimos en Varsovia, donde vivía la mayoría de la familia, y también hicimos un viaje a Cracovia. Varsovia es una ciudad que fue destruida por el nazismo, voltearon hasta los edificios, mientras que Cracovia se mantuvo bastante y hoy es una ciudad muy bella, con torres del Medievo. Fuimos en invierno y había mucha nieve, -17°C.
Recuerdo que un día fuimos a un viejo cementerio a buscar la tumba de su abuelo. No la encontramos. Pero sí algo que fue conmovedor. Los padres de mi mujer, Eduardo y Alejandra, tuvieron tres hijos. El primero murió de hambre cuando arrancaba la guerra. Ella fue con su bebe a ver al cura de la iglesia, a pedirle que no lo enterraran en las fosas comunes, porque no quería que su hijo estuviera metido entre muchos cadáveres. Tenía la ilusión de que el bebe tuviera su propia tumba. El cura le explicó que esto no era posible, que tenía que ir a la fosa común. Había cadáveres todos los días en la guerra. Tanto le insistió con su bebito muerto en brazos, que el cura le pidió que volviera a las 23 a la iglesia. Alejandra volvió. No había nadie en la calle. El cura agarró una pala y bajo una escalera de piedra de una iglesia del 1700 cavó una fosa y enterraron ahí al bebito, envuelto en una mortaja.
Durante el viaje regresamos con mi mujer a esa escalera. Y fue conmovedor. Mi mujer se arrodilló a rezar una plegaria, sabiendo que allí estaban los restos de ese bebe, su hermanito. Ella nació cinco años después. No lo olvidaré nunca, porque me parece un resumen de lo trágica que es la guerra.
Más allá de eso tuvimos otros momentos emocionantes, maravillosos. Conocimos una tía de 84 años, viuda y sin hijos, que se ocupó en la guerra de recoger a los huérfanos. Decía que tenía 135 hijos, porque ésos fueron los chicos que alcanzó a ayudar en un instituto que ella formó. Y una tarde le dijo a mi mujer: "Hoy tienen que quedarse en el dormitorio porque tengo una reunión con mis viejitos". Sus viejitos, como ella los llamaba, era un grupo de cinco a seis mujeres y hombres que se reunían con ella todos los martes a la tarde.
La más joven era ella, de 83 años; había uno que era ciego, de 92, otros de 88, y así sucesivamente. ¿Para qué se reunían? Para conspirar. Como estaban bajo el régimen comunista, se pasaban información, datos, conspiraban contra el gobierno comunista. Lo curioso es que esta mujer había sido comunista toda su vida, hasta el punto de que su hermano, el papá de mi mujer, cada tanto tenía que ir a la comisaría a pedir que la largaran porque andaba con pancartas comunistas. Fue comunista hasta que entró el régimen ruso en Polonia y después se pasó a la resistencia.
El autor es actor. Actualmente se encuentra de gira presentando la obra Filomena Marturano