
Esta historia sucedió en una ciudad de Austria que se llama Gratz, en un gira por Europa que hice en 1983, que luego se repetiría en 1984/85/87 y 1988. Había ido con el trío que formaba junto con mis amigos Pocho Lapouble, en batería, y Alfredo Remus, en contrabajo.
Gratz, una ciudad preciosa, es la segunda en importancia de Austria, después de Viena. Una de las características es que está dominada por una especie de cerro, o de monte, en cuya cima hay un reloj llamado Ur-Thum.
La cuestión es que en esa montaña había unas minas donde, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, los habitantes de Gratz se habían cobijado cuando los bombardeos alemanes.
Esa era prácticamente mi primera vez en Europa, y los tres estábamos con ganas de mirar absolutamente todo. Era noviembre, comenzaba a hacer bastante frío.
Una mañana pasamos por una de estas minas y vimos que en la puerta había un gran letrero con inscripciones en alemán. No entendimos nada, pero igual nos hicimos la película de que se trataba de una expedición, o una excursión, o un paseo, que había que hacer al interior de las minas para ver los lugares donde esta gente se había cobijado. Imaginábamos ver armas de época y todo ese tipo de cosas que brotaban de nuestra imaginación.
Nos acercamos apuradísimos para ver si podíamos entrar, y al llegar a la puerta una persona nos hizo señas mostrándonos el cartel de la boletería donde se informaba que el lugar abría a las 10.30. Así que fuimos a tomar café hasta que se hizo la hora de ingresar en la famosa mina.
Apenas entramos, empezamos a ver que la poca gente que trabajaba ahí nos miraba con cara extraña. Pensamos que sería porque no hablábamos alemán. Sin embargo, en sus rostros perduraba una mueca socarrona que no alcanzábamos a comprender.
Sacamos los boletos y finalmente nos adentramos en la oscuridad que dominaba la mina. Llegamos a un andén y había una suerte de tren sin techo con asientos muy pequeños. Nos sentamos adelante porque no había nadie. El tren era muy pequeño, los vagones como una cortadora de pasto y mis dos compañeros, que son muy altos, tuvieron que encoger las piernas para poder sentarse. Apareció un señor que muy amablemente se subió a la locomotora y arrancamos.
Anduvimos como 50 metros en la oscuridad total hasta que el tren frenó, el señor de la máquina se dio vuelta hacia nosotros y comenzó a hablarnos en alemán. En ese momento, a nuestra izquierda, se encendió una luz y comenzó a surgir una serie de imágenes de una pantalla, que nosotros seguíamos intentando relacionar con todo aquello de la historia de la guerra. De pronto, yo empecé a descubrir imágenes de unos chanchitos... Habremos tardado cinco minutos en darnos cuenta de que habíamos subido a un juego para niños, que consistía en la representación de cuentos infantiles.
Al pasar otros veinte metros volvió a detenerse la máquina, y esta vez sobre una cavidad a la derecha se encendieron unas luces para representar a Hansel y Gretel.
Cada vez que el trencito se detenía, nuestro guía alemán volvía a darse vuelta y nos contaba la historia, sólo para nosotros tres, los mismos que llegamos hasta ahí imaginando ver los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Para ese momento llorábamos de la risa y comprendíamos la razón por la cual nos habían mirado con esa cara cuando ingresamos. Así repasamos las historias de Caperucita Roja, Los Tres Chanchitos, Hansel y Gretel, y muchas otras.
El autor es pianista de jazz
Por Jorge Navarro
Para LA NACION
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