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Por las ruinas de Angkor en bici

Por Leandro Bauzá




En el sudeste asiático hay un país que a pesar de su trágico pasado y el lento florecimiento es imposible pasar por alto. Camboya intenta salir adelante frente a su alto nivel de pobreza, y uno de los puntos por donde quieren comenzar a crecer es el turismo, y tienen con qué. Recorrí las calles de Siem Reap y su vecino templo de Angkor con la inigualable compañía de una bicicleta, el vehículo que más disfruto. Sólo estando ahí pude comprender la fuerza del lugar.
Llegado a Siem Reap, me doy cuenta inmediatamente cómo es este pueblo; los ojos de los habitantes del lugar están depositados en el turismo, estrella indiscutida de cada día y noche en el lugar, y por si todavía no adivinaron, los protagonistas de este show somos los turistas que nos acercamos a conocer las ruinas de Angkor, conmigo incluido.
Las ruinas de Angkor son un paraíso aparte. Se puede llegar en tuk tuk o en bicicleta, recorriendo 8 km desde el pueblo de Siem Reap, y a partir de ahí a prepararse para el asombro. El complejo de Angkor deslumbra por su grandeza, uno de los monumentos más originales y espectaculares jamás concebidos por la mente humana. Sólo hay que volar con la imaginación y recorrer lo que para muchos es la octava maravilla del mundo.
Llegué con mi bicicleta y unos 40 grados de temperatura hasta el primero de los grandiosos templos, Angkor Wat, con sus inscripciones e historias escritas en sus más de 800 metros de paredes, donde los bajos relieves revelan la batalla librada entre los dioses y los demonios.
Al cuerpo no le bastarán los litros de agua mineral que puedas tomar para seguir adelante con la excursión, y le harán falta tres frutas salvadoras: mango, ananá y banana, que las señoritas del lugar venden por donde vayamos.
Tres kilómetros más adelante llegamos a Angkor Thom, donde 216 colosales rostros nos están observando en este momento, rocas esculpidas a mano que se parecen mucho al rey Jayavarman VII. Sólo hay que imaginarse tan gigantescos rostros para entender lo observado que uno se siente cuando recorre el lugar. Estoy por darme por vencido frente al calor, pero aún falta lo mejor, cuatro kilómetros más adelante.
El sol está cayendo, y nosotros en Ta Prohm, donde los colores y las sombras de los árboles atrapando las ruinas hacen parecer que la batalla librada entre las construcciones del hombre y la naturaleza aún continúa en el mismo momento en que nosotros la estamos observando.
En el medio del descanso, observando el paisaje, detenido en el tiempo, tratando de recobrar energías, dos monjes aparecen caminando, uno de naranja fuerte, otro de rojo ocre. Además de los incontables colores que la naturaleza y el atardecer otorgan, esas dos personas lo complementan para crear alucinaciones en la vista que ahora se embriaga de colores.
Vuelvo en el atardecer hacia Siem Reap con mi bicicleta, y los tuk tuk me pasan, mucho más veloces que yo, pero a mí no me importa. El viento va a ayudar a secar mi transpiración mientras pedaleo y siento que estoy vivo, que vivo para estos momentos, y que tengo una sonrisa en mi cara y en el alma que quedará guardada para siempre.

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