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Por los Andes, tras los pasos de San Martín

Bien equipado y con audacia se puede revivir, en una travesía hasta Chile, la gesta del Libertador




MENDOZA.- El cruce de la cordillera por el Paso del Portillo es un trago áspero hasta para los gauchos más rudos. Se sabe cómo empieza, pero nunca cómo termina, y las tormentas más temibles se conjuran en apenas unos minutos.
La primera noche en el refugio Mula Muerta, Rafael Díaz Guiñazú -el líder de los cuatro baquianos de la travesía- contó la historia de Pinaquita. El viento soplaba helado sobre el Valle de Uco, la carne se asaba en la parrilla y el vino circulaba desde hacía rato en una caramañola.
"Pedro Ortubia era un chico débil, comía poco y siempre andaba mal vestido. Una vuelta nos agarró un temporal casi llegando al Portillo y empezó a congelarse. Tenía calambres en las piernas y estaba tan dolorido que se entregó. Se quería quedar solo en medio de la cordillera".
"Esto no es broma -agregó-. Los cerros son muy poderosos, y hay que sufrir mucho para conocerlos... Tuvimos que darle con el fuste para que se levantara."
Dentro del refugio Mula Muerta, un cartelito colgante especifica: Refugio Dr. Scarabelli; Ubicación. Altura: 3100 m/s/n/m; Radio transmisor: Ref. A. Portinari (4 km quebrada abajo). Teléfono: hotel Samay Husai (12 km quebrada abajo).
Tarde para lamentos. Un brindis con ananá fizz cerró la velada y todos se fueron a acostar en las bolsas de dormir dispuestas sobre los cueros de las monturas. Así empezó el viaje, una travesía de varios días a caballo por la cordillera de los Andes hasta el límite con Chile. Los baquianos durmieron vestidos, y fueron los primeros en levantarse por la mañana.
"Hay que andarse con cuidado, porque la montaña desconoce a los novatos", aseguraron durante el desayuno.
Después de ensillar, la hilera de más de veinte mulas y caballos se encaminó en fila india tras la huella del guía. La misma senda que desde principios del siglo XX atravesaban los arrieros con su hacienda, cuando embestían la montaña con rodeos en pie de más de 800 cabezas. Cada vaca debía ser herrada; pastaban en los valles durante tres meses hasta que después de cruzar a Chile se las comercializaba.
Entre valles surcados por ríos gélidos y cerros que cambian de color según la hora del día, el objetivo inicial fue cruzar el Portillo argentino lo antes posible. Es el paso más alto de la travesía, a 4600 metros de altura, el mismo que recorrió San Martín cuando regresaba de la Campaña del Alto Perú.

Ráfagas huracanadas

En la cordillera, el cielo despejado no es garantía de mucho, y las tormentas suponen ráfagas de aire a más de 150 km por hora, capaces de arrojar a un caballo por la ladera de la montaña.
Total, los primeros pasos de la cabalgata transcurrieron con cautela, mientras se tanteaba el terreno con el gorro hasta los ojos y una montaña de ropa encima. Las paradas eran casi inexistentes, el tiempo justo para animarse con un sorbo de pisco para estimular el espíritu y seguir adelante.
Por lo pronto, ninguna tormenta a la vista. El ánimo general permanecía inalterable, las liebres y guanacos huían despavoridos y los chañares, romerillos, montenegros y piquillines se amparaban en sus espinas.
Poco a poco, el Portillo se acercaba, el viento soplaba más frío y la ladera se volvía cada vez más empinada. No es casual que a este sitio sólo pueda llegarse en verano. El resto del año, la nieve y la escarchilla se apoderan de las alturas y muy pocos o ninguno se le animan.
Después de cabalgar tres horas ininterrumpidas, la cuadrilla emprendía el último tramo de ascenso. Las mulas y los caballos se detenían al filo de los cerros para recuperar el aire y volver a empezar, haciéndose camino entre las piedras. El viento rugía soberano, y el polvo cegaba la vista.
Con los ojos achinados y el mentón apretado sobre el pecho, al Portillo argentino se lo reverencia mejor en las alturas, y una Virgen apostada sobre el cruce es testigo de tanta devoción. Cuestión de fe, en medio de la tormenta, dos de los baquianos se apearon para ofrecerle como dádiva un pañuelo de cuello y un paquete de velas. En el estrecho corredor de la cuchilla, el punto más desolado del cruce donde la ventolera hace rechinar los dientes, la Virgen persiste ataviada de pañuelos, los mismos que los gauchos se quitan para ofrendarle.

Temblando sobre los estribos

Al ascenso le siguió un descenso tan abrupto como el primero, por un camino escarchado y serpenteante entre nieves eternas y penitentes. La mejor parte del espectáculo transcurría en minutos decisivos para la travesía, mientras las manos se agrietaban por el frío y las piernas temblaban sobre los estribos. En su punto más alto, la cordillera respira como una bestia enjaulada, y hay que andar con prudencia para no despertarla.
Después de las tormentas de nieve, algunos animales salen hambrientos apenas despunta el día, y según los baquianos, es el momento indicado para pillar a los pumas.
"Apenas amanece se lanzan a la montaña, brincan y se entierran en la nieve, están débiles y dejan huellas muy claras -relató Rafael Díaz Guiñazú-. Entonces salimos tras ellos, en jornadas de cacería que a veces duran todo el día. Los perros los persiguen en jauría, y una vez rodeados se los agarra con el lazo, que se estira hasta que mueren por asfixia."
Finalmente, el viento empezó a calmarse, y las últimas dos horas avanzaron mansas, hasta llegar al refugio. El Real de la Cruz, una construcción a dos aguas que parece un milagro en medio de la cordillera, aguardaba un guiso humeante y el calor del hogar de leña. En su interior, la luz de las velas iluminaba una mesa de campaña muy larga donde los baquianos cortaban carne y verdura para la cena. Entre los comensales figuraba también una comisión del ejército, dos geógrafos del Centro Regional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Cricyt) dependiente de Conicet, y un pasante alemán de la Universidad Tecnológica de Dresde, que trabajaban en el relevamiento del glaciar del Mesón San Juan para un proyecto sobre los recursos hídricos de la zona.
Desde aquella noche, el refugio Real de la Cruz hizo de base para las nuevas expediciones. Primero, un trekking de seis horas por la montaña, entre lagunas cristalinas y quebradas hundidas en la montaña. Enseguida, el tramo final hasta la frontera.
Amaneció con garrotilla -agua nieve- y después de desayunar café con leche y sopaipillas -tortas fritas-, se reinició la cabalgata. El cielo estaba encapotado, el frío calaba los huesos y el pisco apenas si alcanzaba para incentivar la marcha. Luego de cruzar el río Tunuyán con el agua hasta la panza de los caballos y varias horas de marcha, el mejor rastreador de los baquianos se detuvo repentinamente. Apenas restaban dos horas para llegar hasta el Portillo chileno (Piuquenes), y un temporal avanzaba imponente sobre el cerro Palomar. Los gauchos se reunieron a deliberar debajo de la tormenta y la decisión fue unánime. Había que regresar.
El segundo intento fue al día siguiente. Había amanecido despejado y los gauchos salieron temprano a reunir los caballos y las mulas que pastaban en la montaña. Tardaron más de la cuenta, y volvieron con los ojos desorbitados. Los animales no estaban; habían escapado por la noche, y seguramente ya estarían a varias horas de distancia. Rafael Díaz Guiñazú volvió del Portillo argentino sin novedades, incitó al grupo a recoger las cosas y montar en los pocos caballos que quedaban.

Un respiro

El grupo se separó en dos. Los baquianos se quedaron ajustando las albardas de las mulas, y el resto, con Díaz Guiñazú a la cabeza, emprendió la retirada. Esta vez, el Portillo argentino estaba más calmo, y hubo tiempo para apearse y tomar fotografías. Al otro lado, la niebla, otro de los misterios de la montaña, avanzaba sin dar tregua, y en minutos apenas se veía a cinco metros de distancia. Empezaban las últimas cuatro horas de cabalgata, la luz se consumía y había que estar alerta para no salirse de la huella.
Viento, nevisca, garrotilla, y encima niebla. El final de la travesía transcurrió en silencio. Después de pasar por Mula Muerta, las últimas dos horas coincidieron con el ocaso del día, las flores silvestres brillaban con más intensidad y a lo lejos se distinguía el resplandor de una ventana.
Datos útiles
Aéreo
  • El pasaje aéreo, ida y vuelta, desde Buenos Aires hasta Mendoza cuesta alrededor de 160 pesos.
Cómo llegar
  • Acceso Sur (ruta 40) hasta Ugarteche, continuar por la ruta provincial 86 hasta Tupungato (70 km). Luego tomar el camino que pasa por el Manzano histórico (102 km) hasta la estancia San Benito de los Pozos, en Los Arboles. Desde aquí sale una combi rumbo al refugio Scarabelli.
Cabalgata
  • La travesía de siete días por la cordillera cuesta 750 pesos. Incluye traslados desde Mendoza hasta Scarabelli, comidas, alojamiento en refugios de montaña, caballos y equipos.
Más información
  • ISC Viajes. Manuel Bustelo, (0261) 425-9259, Int. 23. E-mail: cornejoviajes@arnet.com.ar Se realizan en diciembre, enero, febrero y marzo.

Páginas de gloria

El Paso del Portillo es una de las seis rutas que el General San Martín utilizó para atravesar la cordillera y cumplir con los objetivos tácticos de la campaña libertadora.
Una columna marchó por el Paso de Come Caballos en La Rioja, y otras dos lo hicieron en San Juan. En Mendoza, las rutas escogidas fueron Uspallata, Planchón y el Portillo argentino.
La historia se remonta al 26 de enero de 1817, cuando en cumplimiento de las instrucciones impartidas por el Ejército de los Andes, una columna al mando del capitán José León Lemos avanzaba a paso firme desde el fuerte de San Carlos, hasta el corazón de la cordillera.
La partida que estaba formada por milicianos y gauchos de la zona tenía el objetivo de sorprender a la guardia española de San Gabriel en territorio chileno.
Después de transitar numerosos valles y cuestas, cruzaron el Paso del Portillo (a 4350 m), para luego vadear el río Tunuyán y emprender el último tramo hasta la frontera. Ingresaron en Chile por el Portillo de los Piuquenes (4021m) y finalmente ocuparon los objetivos militares fijados por San Martín.
Finalmente, el Portillo argentino fue la vía utilizada para el regreso de la campaña al Alto Perú, y el Manzano histórico (a 110 km de la ciudad de Mendoza) es cabal testimonio del final de aquella travesía. Allí se emplaza el monumento a San Martín, obra del escultor Luis Perlotti.
Alejandro Rapetti

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por Redacción OHLALÁ!


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