

Hace dos años, con dos amigos, Pablo y El Rafa (hombre particularmente lento, que apodamos Relámpago), fuimos a México. La idea era alternar la parte cultural con el Caribe. Estuvimos unos días en el D. F., en el hotel Buenos Aires (para sentirnos como en casa) donde conocimos a un simpático chileno hastiado del D.F., que ocupaba su tiempo hablándonos pestes de la ciudad. Desafortunadamente, se trataba de un chileno con mucho tiempo libre.
De todas formas, impertérritos, visitamos la Plaza Mayor; El Palacio de las Artes (donde vimos los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros, tomando vino de una muestra que se inauguraba al lado); la miscelánea Plaza de las Tres Culturas, donde se observan las arquitecturas azteca, española y la actual; caminamos por el centro histórico y como buenos turistas, contratamos unos mariachis en la famosa Plaza Garibaldi, que nos cantaron Jarabe Tapatío y Cielito lin do , mientras un caricaturista quería convencernos de que una maraña de líneas era nuestro retrato. Aún guardo el mamarracho.
La ciudad tiene unos 20 millones de habitantes y creo que no dejamos uno sin preguntarle algo. Era así: yo preguntaba, por ejemplo, dónde quedaba la estación de subtes; Pablo, cuánto costaba el pasaje y Relámpago, ¿pica mucho el chile? A un policía, después de que Pablo y yo le hubiéramos consultado por unas calles, le preguntó si el guacamole tenía facultades curativas; por lo que se ganó el apodo alternativo de Abuso.
Una tarde tomamos el subterráneo y tuvimos que viajar parados, al lado de la puerta porque estaba lleno y para no dejar solo a Relámpago, que no había podido introducir todo su cuerpo antes de que se cerrara la puerta. En ese viaje (seguíamos sintiéndonos como en casa), un ladrón me afanó mi pasaje de vuelta y el pasaporte.
Luego, volamos hasta la península de Yucatán. Aterrizamos en Cancún, alquilamos un Monchito y nos fuimos a Playa del Carmen en busca del otro atractivo: el Caribe. Paramos en una pequeña cabaña sobre la arena (a 30 metros del mar) rodeada de palmeras y, bajo el vivo temor de encontrarnos con Guilligan, el agua, los jugos de frutas y de la generosidad de las mujeres, que olvidaban el corpiño de sus biquinis.
Allí conocimos a dos norteamericanos: una chica y su amigo. Teníamos muchas ganas de jugar al truco, tantas que le enseñamos al chico. El no hablaba español, Relámpago y yo apenas si nos defendíamos en inglés y Pablo, nada (pero fue mimo).
Aún no sé cómo, pero el yanqui aprendió a jugar. Echaba la falta con 22 y se iba a la pesca cuando tenía. Jugábamos todas las noches; se había vuelto fanático. Nos despertaba todas los días al grito de ¡Turuuco!
Después fuimos a las desérticas playas de Tulúm, donde hay una pequeña ciudad montada por los mayas. Allí uno puede ver los templos de paredes talladas contra el mar.
También se pueden descubrir algunas creencias. En la parte superior de uno de los templos hay tres rectángulos de piedra; en el primero está retratado el Dios Creador; en el otro, El Enviado, con la cabeza apuntando hacia la tierra y los pies al cielo; y en el último, aparentemente vacío, está todo; está el alma. También hay tumbas de monarcas con escaleras a la superficie.
Allí, en Tulúm, pasamos dos noches durmiendo en unas hamacas dentro de una choza hecha de cañas clavadas en la arena, a la luz de las velas y las estrellas. Debo confesar que la última noche unos cangrejos me obligaron a apolillar en el auto.
"En México D.F. contratamos unos mariachis para que nos canten"
El autor es humorista gráfico y poeta.
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