

"Papá, mirá la negrita", parece que le dije un día a mi padre, caminando por la calle, cuando pasábamos justo al lado de la distinguida señora. Yo tendría 3, 4 años a lo sumo, y la negrita era una diplomática haitiana que acababa de mudarse al barrio.
Mi padre casi se incinera por el papelón en ese preciso momento. Hasta el día de hoy no sé cómo superó aquel desafortunado episodio y, lo que es más, logró forjar una genuina amistad con la nueva vecina. Incluso le compró unos cuadritos de colores brillantes y trazos naïf que aún cuelgan de las paredes de la casa. En los dibujos se ven paisajes exuberantes, mujeres sacudiendo las caderas a ritmo de merengue, chicos que sonríen bajo un sol redondo y amarillo.
Y eso era Haití en mi imaginario: una tierra alegre y colorida, de clima festivo y aires tropicales.
En realidad, eso es lo que fue la isla durante mucho tiempo. Colón no ahorró elogios al describir la belleza de sus paisajes, y Carpentier concibió allí el concepto de "lo real maravilloso".
La parte occidental de la isla La Española sería la colonia más rica de Francia, la Perla de las Antillas. Y cuando en 1804 los esclavos les propinaron una paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte, Haití se convertía en la primera república negra del mundo, además de la segunda nación americana en independizarse (la primera fue Estados Unidos).
Después vendrían algunos regímenes imperiales delirantes, los años de ocupación norteamericana, las hambrunas y las dictaduras más feroces. A pesar de todo, el país lograba hacer del turismo una industria floreciente en los años 50 y 60, y también en los 80 recibía más de 100 mil visitantes al año. Las arenas blancas de Sand Cay o el exotismo del vudú atraían a personalidades de la talla de Mick Jagger y Jackie Onassis, abrían nuevos resorts, en las discotecas de Petionville se bailaba hasta el amanecer, y las veladas de jazz vudú , los jueves en el hotel Oloffson, eran todo una leyenda.
A dos horas de avión de Miami y con vecinos como Jamaica, Turcos y Caicos o Punta Cana (nada menos que en el otro extremo de la isla), nada hacía pensar que Haití no podría convertirse, también, en otro paraíso tropical.
En 2004 me tocó viajar a este rincón del Caribe para cubrir el paso del huracán Jeanne, que se había ensañado con el norte de la isla.
No hace falta explayarse en las miserias de un país que sólo llega a los titulares a golpe de desgracias. Tampoco hace falta decir que ni rastros de los Club Med quedaban, ni de turistas ni de prácticamente nada.
Pero sí encontré gente con ganas de hablar. No necesariamente de su tierra arrasada o de las plagas bíblicas que les habían caído encima. Hombres y mujeres que me contaban sobre sus hijos, cómo se llamaban, que iban a tal o cual escuela. Jóvenes que, al enterarse de mi nacionalidad, recitaban sin titubear los nombres de la selección argentina de fútbol. Recuerdo que algunos de estos nombres iban pintados en los tap-tap, las desvencijadas camionetas que hacen de transporte público y que, con sus colores brillantes y pintadas psicodélicas, son una viva expresión del arte haitiano (se las llama tap-tap por el ruido que hace el traqueteo cadencioso del motor).
Poco antes del terremoto que ahora vuelve a poner a Haití en el mapa, el país intentaba apostar nuevamente al turismo para levantar cabeza. El ministro Patrick Delatour había ideado un ambicioso plan para mejorar caminos, construir un nuevo aeropuerto internacional y recuperar el antiguo esplendor de la Citadelle, una impresionante fortaleza que en 1982 Unesco declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad, y que es nada menos que la más grande de toda América.
Incluso Royal Caribbean, que cuenta con un pequeño resort privado en el puerto de Labadee, estaba lista para desembolsar US$ 55 millones en la construcción de un muelle. La línea de cruceros, de todos modos, aclaró que seguirá adelante con la inversión y con los viajes de placer en la nación caribeña, al tiempo que anunció que donará un millón de dólares en ayuda humanitaria. Asimismo, salió al cruce de una lluvia de críticas (la más repetida: ¿cómo es posible que los pasajeros disfruten de su Bloody Mary mientras a 160 km se amontonan los cadáveres?) señalando que la compañía "genera actividad económica para los vendedores de sombreros de paja, las mujeres que hacen trencitas a los turistas y los 230 empleados de Royal Caribbean".
Pobrecito Haití. Ojalá que algún día pueda volver a ser esa tierra alegre y colorida que aprendí a soñar de chica.
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