Fue un día inolvidable, de esos que quedan grabados en nuestra memoria. La verdad es que nos sentimos como formando parte de una película en la que nos habían invitado a participar como actores. Primero fuimos al centro histórico de Patán, en el valle de Katmandú, Nepal. Para poder acceder nos dejaron de un lado de un arroyo y cruzamos un puente donde había puestitos en el suelo que vendían verdura, fruta, ganchitos de cierres, zapatos. El gentío, mejor dicho la muchedumbre, era indescriptible. La cantidad de motos, inmensa; para colmo manejan como los ingleses, por la derecha.
Tan caótico el tránsito, tan grande la cantidad de gente, que para poder cruzar la calle nos reunimos en la esquina y el guía se paró en medio y cortó el paso de los minimicros (destartalados, chiquititos, a lo sumo 6 personas más el chofer). La gran cantidad de vendedoras ambulantes (con collares colgados en sus brazos, bolsitas tipo carteritas, cuchillos, cadenitas, etcétera), el ruido propio de toda esa gente más la grandiosidad de los templos me impresionaron. A pesar de la pobreza, de la gente descalza, me encantó el lugar. Es más, ese folklore me hizo sentir contenta y agradecida a la vida por haber podido estar en esta cultura tan pero tan diferente a la nuestra.
Un tema aparte es el regateo. Es tan grande que en un momento pensé que iba a gritar ¡socorro! Te siguen cuadras y cuadras tratando de venderte algo. Pienso en mi amiga Silvia a quien no le gusta regatear (a veces se niega a hacerlo) y supongo que se espantaría ya que es mucho peor que en Egipto.
Liliana González