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Resorts, no problem

Jamérica. Así llaman los jamaiquinos a los megacomplejos de modalidad todo incluido que monopolizan la oferta turística de su isla




KINGSTON (El Mercurio, de Santiago).- No importa cuán ligero se viaje, hay lugares donde el equipaje mental siempre llega con sobrecarga. Eso pasa con Jamaica. Y el responsable es sólo uno: Bob Marley, el tipo que puso a una pequeña isla tercermundista en el mapa de la cultura mundial. El mejor relacionador público que Jamaica haya tenido jamás.
El ejercicio es simple y su respuesta, casi universal. ¿Qué imagina usted cuando imagina Jamaica? Ocho Ríos, en la costa noroccidental de la famosa isla, es uno de esos lugares donde el Photoshop resulta innecesario. Ya saben, la postal del Caribe: arena fina y blanca, tibias aguas turquesa, un oleaje que podría dormir a un bebe y esa maravillosa ilusión de que alcanzar el horizonte caminando es una aventura posible.
A esta pequeña playa la rodea un camino de madera que avanza sobre el mar, convirtiendo al trozo de océano que encierra en la piscina privada del resort que la posee. Al costado derecho de la playa, una oxidada reja blanca delimita la propiedad. Del lado exterior de la reja, un rasta. Cabello apelmazado hasta la cintura. Piel negra. Dentadura amplia, amarillenta y brillante como marfil gastado. Sonrisa boba. Ojos rojos y dilatados. Ya saben, la postal de Jamaica.
Desde su lado de la reja, el rasta ofrece sus artesanías al puñado de huéspedes que se anima a bajar a la playa. Lo hace con una voz grave, cadenciosa, lánguida como una nota de reggae. "Dejen un rato Jamérica y vengan a conocer la verdadera Jamaica", invita.
El influjo del mito empuja inevitablemente a dejar el resort y salir al encuentro de eso que uno piensa cuando piensa en Jamaica: la buena onda, los rastas, el one love y el no problem, la vida natural y el reggae playero. Entonces ensayás un gwa gwan, what´s going on? en patois, difícil dialecto local que ni los anglohablantes comprenden. Leroy, que así se llama la encarnación del mito, sonríe, y después del no problem de rigor comienza a hablar.
Leroy tiene la misma edad que Jamaica como país independiente del imperio británico: 46 años. Desde los 9 dejó su pueblo en las colinas, las mismas que cruzan la difícil y bellísima geografía interior de la isla, para vivir de un incipiente negocio, el turismo, que se convertiría en la principal fuerza económica del país.
Recuerda que de chico solía ver a Mick Jagger, de los Rolling Stones, tomando sol en esta playa. Que en la década del 70, luego de que estrellas de rock y hippies -así llaman acá a los mochileros- descubrieran las bondades de la isla, comenzó el boom definitivo de los resorts. Y las playas, que legalmente son de dominio público, pasaron a ser en la práctica privadas. Cuenta que a nadie le importó demasiado, porque más allá de los pescadores, a los jamaicanos nunca les ha gustado mucho la costa.
Después de algunos días se hace evidente: Jamaica no es Brasil. Acá la gente no enloquece por las playas, no suenan tambores ni la gente juega fútbol en la arena. Para ellos, las montañas donde vivieron como esclavos en las plantaciones de café y azúcar, el lugar donde los Maroons iniciaron su revolución en 1738 ganando para sí un territorio libre en el Cockpit Country -apenas seis kilómetros cuadrados casi al centro de la isla- son el verdadero corazón de su cultura.
A este sorpresivo quiebre del mito lo sigue uno más predecible. Luego de diez minutos de charla, Leroy comienza a decir que el tiempo es dinero y que en lugar de estar hablando conmigo podría estar haciendo sus artesanías, así que deberíamos llegar a un acuerdo. Cincuenta dólares por seguir con la charla y diez por tomarle una foto.
Es hora de cruzar la reja y volver a Jamérica. Algo supuestamente relajante que no volveré a hacer. Si lo que desea es viajar por Jamaica con un presupuesto mediano, alojándose en lugares cómodos, pero sin grandes lujos y con libertad para adentrarse en la cultura local -al estilo de las pousadas brasileñas-, olvídelo. Esa oferta turística -y de calidad- es casi inexistente. Jamaica es virtualmente un resort al sudeste de Estados Unidos. La isla está repleta de ellos. Se pueden ver por montones a lo largo de la carretera costera, como pequeñas ciudadelas amuralladas rodeando las playas de la isla.
Los hay de todos los tamaños y colores: familiares, sólo para parejas o nudistas. Hay algunos de arquitectura preciosa y otros que hacen ver el exterior de un mall como una obra de Gaudí. Los hay lujosos, con playas hermosas e interminables, y otros de servicio tan decepcionante como su orilla costera, donde se debe soportar el rugido de un tractor que aplana la arena. Y están, por supuesto, los mejores, los que valen cada centavo y segundo de estada.

Golden Eye

Uno de esos lugares es la casa de Bond, James Bond, o, para ser exactos, el lugar donde Ian Fleming escribió el primer libro que dio vida a la saga. En el pueblo de Oracabessa, a veinte minutos de Ocho Ríos, Golden Eye no es más que un insignificante portón en la carretera que al cruzarlo revela uno de esos lugares donde uno quisiera pasar el resto de su vida. Probablemente eso mismo sintió Ian Fleming cuando construyó su casa allí, Bob Marley cuando intentó comprar la propiedad y Chris Blackwell -creador de Island Records, sello que hizo famoso a Marley en los años 70 y a U2 una década después- cuando la adquirió. Y probablemente sea lo mismo que sienten las celebridades que suelen visitar el lugar: de Naomi Campbell a Bill Gates.
Golden Eye es como vacacionar en la casa de un tío millonario y con clase. Aunque su precio no dista tanto de las grandes cadenas, ética y estéticamente se sitúa del lado contrario de los megarresorts. Acá no hay apoteósico lujo, sino elegancia estilizada. Un lugar donde el protagonista principal es la naturaleza: los bellos jardines de exuberancia salvaje, el río verde esmeralda que desemboca en una playa privada de aguas calipso, la paz, la soledad y la calma ( www.goldeneyehotel.com ).

Half Moon Resort

Para ir con la familia la mejor opción es Half Moon Resort. Conocido como el mejor de Jamaica y uno de los más lujosos del Caribe, su campo de golf de 18 hoyos, canchas de tenis, paddle, un spa tan bello que hace olvidar su playa de 3,2 kilómetros -y donde el agua mineral es exclusivamente Perrier-, su centro ecuestre, las 54 piscinas -muchas de ellas personales-, una laguna de delfines propia y su reputación verde -recicla, trata las aguas sucias, utiliza productos de limpieza no tóxicos- bien merecen su fama ( www.halfmoon.com ).

White House

Para los recién casados otra buena opción es White House de la cadena Sandals, un resort sólo para parejas, la mayoría estadounidenses o británicas. Uno los ve caminando de la mano vestidos como si fuesen a recorrer una alfombra roja y cruzando miradas que pueden provocar un coma diabético. Todo, entre pavos reales que pasean por los jardines.
La entrada al lugar es apoteósica. Y si se llega de noche, mejor: un camino que se extiende por un par de kilómetros rodeado de vegetación, para desembocar en una construcción que recuerda la hacienda de un magnate del azúcar. Destacan su playa, una de las más bellas de Jamaica -tres kilómetros que tendrá casi para usted solo, dado que los huéspedes anglosajones prefieren las piscinas-; sus habitaciones, todas con vista al mar, y, por supuesto, su deliciosa panadería francesa que hornea prácticamente todo el día ( www.sandals.com ).

De vuelta a la realidad

Pero tal vez, y sólo tal vez, tanto relajo en Jamérica a la larga cansa. Que eso suceda depende de dos factores: qué tan fuerte sea en nuestro imaginario personal el mito de Jamaica y la calidad del resort en el que uno se hospeda. Difícilmente pase en alguno de los lugares recién descriptos, que funcionan como un exquisito refugio en medio del mundo, pero cuando se está en un resort promedio, el efecto se acrecienta.
La Jamérica promedio es una especie de base marine del confort estadounidense, donde se ven cosas tan particulares como los pocos jamaicanos obesos de toda la isla, cortesía de las pizzas y hamburguesas de la parrilla donde comen los empleados.
Después de los paseos a la tumba de Bob Marley en las Nine Milles o su casa en Kingston, o de conocer cualquiera de las hermosas cascadas que están por doquier -las mejores son las Y´s Falls al sur de la isla y las Dunn´s River Falls en Ocho Ríos-. Después de ver todo eso en algunos de los tours que teletransportan a los huéspedes fuera del resort en una van polarizada, uno se comienza a preguntar dónde está Jamaica.

Port Antonio

La mejor forma de llegar a Port Antonio es desde Kingston cruzando el esplendoroso paisaje de las Blue Mountains, el cordón montañoso más alto del Caribe, el lugar donde se cosecha uno de los cafés más famosos del mundo, entre otras cosas no legales. Una hora y media de viaje hasta llegar al extremo sudoriental de la isla. Ahí, en una estrecha franja entre las colinas y la costa está la playa de Port Antonio, el mejor lugar para descansar cómodo y poder decir con propiedad que se estuvo en Jamaica. Un lugar sin ningún resort costero a la vista. Aún.
Port Antonio es el lugar más seguro de toda la isla, un pueblo tranquilo donde aún trabajan los pescadores que le dieron vida, un lugar tan amable como pueden llegar a ser los usualmente parcos jamaiquinos una vez en confianza, y donde por las noches de los fines de semana se puede presenciar un mito de la cultura local: los soundsystems , enormes amplificadores apilados unos sobre otros conectados a un DJ y al micrófono de un maestro de ceremonias, armando la fiesta callejera para vender sus discos autoproducidos, una innovación jamaiquina que nació en Kingston en los años 50, el antecesor directo del rap estadounidense.
Porque, contradiciendo nuevamente eso que uno piensa cuando piensa en Jamaica, éste es un pueblo que gusta más de los beats electrónicos que de los tambores percutidos, tanto que no es raro ver autos particulares con enormes amplificadores amarrados a sus techos, tronando por las calles.
Y por supuesto está su belleza: Port Antonio es además el lugar de residencia en la isla de Butch Stewart, el jamaiquino dueño de la cadena Sandals. Y si un magnate del turismo caribeño decide construir ahí su mansión privada debe ser buena señal. Port Antonio es, literalmente, un lugar de película donde se puede visitar Frenchman´s Cove, pequeña e íntima playa a la que se accede por un viejo centro vacacional de igual nombre, en la que se filmó la película Cóctel . O visitar la Blue Lagoon, laguna de agua dulce donde una jovencísima Brooke Shields nadó desnuda en la película del mismo nombre, para luego cruzar cien metros de tranquilo mar hasta Monkey Island, pequeña y deshabitada isla justo frente a la laguna. Se puede cruzar nadando o, si se prefiere, en un bote cargado de cerveza y pescados ultrafrescos para pasar la tarde.

Gee Jam

Para hospedarse hay una buena oferta de pequeños hoteles, hostales y casas, además de una opción de lujo: Gee Jam, un conjunto de pequeñas cabañas para dos personas, de diseño exquisito y minimalista. Construidas en la ladera de una colina que apunta al mar, entre sus huéspedes recibe a gente como Sharon Stone y Bobbie Gillespie, bajista de Primal Scream. Un sitio que ofrece hermosos paseos a las playas, cascadas y ríos próximos, incluido el alquiler de un yate para viajar a la cercana Cuba ( www.geejamstudios.com ).
Inaugurado en marzo de este año, Gee Jam fue originalmente un estudio de grabación que aún funciona y por el que han pasado músicos como Gorillaz y No Doubt. Hoy es el turno de los Jolly Boys, algo así como un Buena Vista Social Club jamaiquino, una banda de septuagenarios que toca mento, estilo antecesor al reggae, "la música que escuchábamos en las colinas back in the days ", explica su vocalista, Albert Minnot.
Estamos en el sushi bar de Gee Jam y Minnot sigue recordando esa Jamaica que propagó de la mano de Bob Marley, su propio mito. Aquella que vive en la memoria de los jamaiquinos old school, escondida en las colinas. Esa Jamaica que le cantaba al one love (la idea de que sin importar la raza, la religión o el estrato social de las personas, todas merecen dignidad y respeto).
Y sigue. "Back in the days, en las colinas dormíamos en una hamaca porque en esta isla no necesitas más. Cultivando nuestra propia comida, intercambiándola con la del vecino, cocinando con fuego al aire libre, tocando tambores y mirando las estrellas. Ese era nuestro entretenimiento. Ahora mis nietos siguen en las colinas, pero sólo quieren una cama y una tele más grande", dice antes de comenzar a tocar una canción tradicional en la terraza, desde donde se ve un bello crepúsculo.
Marcelo Ibáñez

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