

RIO DE JANEIRO.- Un mendigo pasa batiendo las monedas de su caja plástica en tren de batucada vespertina. Sobre las playas, las velas encendidas y las rosas dormidas respondiendo deseos y prédicas soltadas al mar. También están las cadenas de oro en los cuellos de los mulatos, los jugos de guaraná girando en las licuadoras de cada lanchonete al paso, las microbiquinis y el desprejuicio no promocionado.
Hace un tiempo ya, los cariocas se dieron por enterados del malestar agudo del que sufría la imagen de su cidade proclamada hasta el hartazgo como maravilhosa .
En lugar de encomendarles a los dioses cualquier tipo de resarcimiento, tomaron cuenta en el asunto y decidieron un plan. Algo como para que tanta deserción en masa se revierta y las calles vuelvan a su alegría de timbales y tropicalismos. Algo como para que resurjan Helos Pinheiros o morenas orgullosas de sus curvas, haciendo equilibrio en la línea indecisa que improvisan la espuma y la arena.
Más vigilancia y playas limpias
Manos puestas en obras en pos de la seguridad: ese fue el lineamiento principal. Así, las favelas se fueron incorporando al diseño urbanístico de la ciudad. En lugar de correrlas, los trabajos apuntaron a desarrollar la infraestructura necesaria para que queden definitivamente integradas social y culturalmente al resto de Río.
Los guardas municipales crecieron en número y en conocimientos turísticos. Se llenaron de luz las arenas nocturnas que abrigan la zona costera, por eso ahora el footing de noche es constante. Se limpiaron las playas con brigadas especiales que trabajan mientras todos duermen.
Eso sí, el Pan de Azúcar todavía es el mismo, con su cablecarril y miradores. El Corcovado sigue manteniendo erguido a ese Cristo de brazos abiertos, 30 metros de altura y más de mil toneladas de peso.
Los morenos le dan a eso de aunar musculatura sobre las barras de Ipanema. Los cocos verdes siguen siendo el papel tapiz de los bares de las orillas, ideales para la cerveza de la tarde.
Más allá de Copacabana y las otras playas, que funcionan a temporada de año entero, más allá de la alegría histriónica del sambódromo, los cuerpos emplumados y las coronas de acrílico, hay un perfil cultural generalmente opacado por los colores de febrero. Museos que se salen del molde tradicional, callecitas empedradas pobladas de artistas, de palacios de últimos emperadores, de jardines de especies exóticas y esculturas, y cafecitos que cuentan buena parte de la historia nativa. Es otra manera de entender a Río, de descubrirla a cara lavada después del maquillaje que cae tras el Carnaval.
La Montmartre carioca
Con este lema, el morro de Santa Teresa, cerca del centro, es uno de los mejores sitios para internarse en esos aires localistas de bohemia cultural.
Hay un tranvía que, cuesta arriba, se le atreve al morro de Santa Teresa. Son vagones solitarios y amarillos que pasan cada 15 minutos. No tienen ventanas, ni puertas; son como cascarones de madera antigua que vibran sobre las vías que hieren el adoquín brasileño. Hay un chofer y un cobrador que hace malabares para pasar de fila en fila reclamando los 0,30 dólar del pasaje.
Mientras al trolebús se le da por subir, desde el furgón puede verse la catedral metropolitana; una nave espacial de 2000 ventanas y 4 vitraux gigantescos que demandó 15 años de construcción. Es cierto que es más imponente que bonita. Ladera arriba, los rieles juegan al zigzag por entre mansiones de principio de siglo y calles empedradas desde entonces. Santa Teresa es a Río lo que Montmartre a París. Llena de atelieres donde conviven pintores en busca de una mezcla cromática que los saque del anonimato, escultores interpretando al cuerpo y poetas relevando el mundo entre palabras, puntos y comas.
Detrás de las fachadas de viejos caserones se recluyen las ansias creativas, pero eso sí, las puertas están siempre abiertas a los amantes del arte.
Clara Arthaud es una de las escultoras más importantes. Envuelve en cuero sus hombrecitos curiosos que andan enredándose entre sí o tratando de escapar del enmarque de un cuadro. "Ese material le da cierta textura realista, como de piel porosa", explica con didáctica aplicada. Sus trabajos plantean una estética del cuerpo y sus curiosidades. Para eso resemantiza objetos encontrados y los deja al servicio del arte.
Hay más de 90 artistas distribuidos en 45 atelieres en todo Santa Teresa, la mayoría de ellos se han acostumbrado a recibir a los viajeros curiosos. En el mismo morro, el bar de Arnaudo es una escala imperdible para recuperar baterías y seguir andando. Es un lugar de puertas al estilo western, canastas de mimbre como arañas luminosas y calabazas decorando paredes. La especialidad de la casa es la comida del Nordeste: mandiocas fritas, farofa con huevo y queso, y carnes secas saladas. Todo se sirve en vajilla de barro cocido.
¿Como abarcar Río sin terminar en una especie de bibliorato de mil páginas ? Esta colina y colonia de bohemias locales es solamente una de las esquinas culturales de la ciudad. Siempre habrá mucho por descubrir.
Poesía
Roberto Burle Marx fue uno de los más importantes artistas y paisajistas de Brasil. A su criterio, corresponden los diseños de las conocidas veredas serpententes de Copacabana e Ipanema. En 1949, decidió mudarse a las afueras de la ciudad y adquirió un predio en el que diseñó un gran museo artístico-botánico. Allí vivió el resto de su vida. Es un jardín florido. Un bosque centenario extraído de algún cuento mitológico. Hay más de 3500 especies de plantas tropicales y semitropicales que se conjugan con docenas de "objetos de emociones poéticas", como a él le gustaba llamar a las obras de arte. Hoy depende del Estado y está abierto al público.
Martín Correa Urquiza
SEGUIR LEYENDO


Lanzamos Wellmess, el primer juego de cartas de OHLALÁ!: conocé cómo jugarlo
por Redacción OHLALÁ!

Gala del Met: los 15 looks más impactantes de la historia
por Romina Salusso

Kaizen: el método japonés que te ayuda a conseguir lo que te propongas
por Mariana Copland

Deco: una diseñadora nos cuenta cómo remodeló su casa de Manzanares
por Soledad Avaca Cuenca
