LOS ANGELES.- Si uno ha visto muchas películas del género road movie, en las que el protagonista y su novia duermen en moteles de California y se detienen al costado de la ruta a beber café en un desayunador polvoriento; si uno se fascinó alguna vez con la idea de que la carretera sea, en sí misma, el propio e interminable viaje, entonces llegó la hora de concretar la fantasía. Recorrer la costa oeste de Estados Unidos, desde Los Angeles hasta San Francisco, parando en pueblitos al borde del mar y golpeando las puertas del Wine Country -País del Vino-, es una experiencia muy recomendable (y mucho menos costosa que viajar por Europa o, incluso, por algunos países de América latina). Todas las versiones del sueño americano se pueden conocer viajando en auto por California; sólo hace falta una tarjeta de crédito, el registro de conducir internacional, un auto con GPS y una toalla para no mojar el tapizado del coche con la malla mojada. Así comienza este trip rutero.
La llegada al aeropuerto de Los Angeles será caótica y está escrito que así sea para que el viaje comience con el pie derecho. Lo primero es encontrar un vehículo para alquilar; al abrirse las puertas que dan a la calle, y recibir por primera vez el calor californiano en pleno rostro, se sentirá uno como Clay -el personaje de Menos que cero , novela de Bret Easton Ellis-, que llega a L.A. a pasar Navidad y se encuentra en el aeropuerto con una novia a la que ignora, en una ciudad acorralada por sus vicios ochentosos.
Pero a no perder el control (no somos Clay y los de la Generación X hoy están casados con hijos). Al salir de la terminal aérea habrá que esperar los autobuses que llevan a los predios de las rentadoras de coches. Una de las más económicas es la empresa Alamo, que alquila vehículos a un promedio de 40 dólares diarios, con GPS incluido (y una voz española que dará las instrucciones, tan eficaz como exasperante). Conviene hacer la reserva por Internet antes de viajar, en un sitio norteamericano llamado Happy Tours ( www.happytoursusa.com ), cuyos precios son mucho más económicos que los de las grandes compañías de alquiler de rodados.
Si se decidió que el viaje sea definitivamente rutero y, por ende, hacer sólo un vuelo de pájaro sobre Los Angeles -desembarcar en esta ciudad sería un plan completamente distinto- es interesante dirigirse hacia la costa para escapar al caos urbano: setear el GPS en Santa Mónica Pier y rumbear hacia allí para encontrarse con el parque de diversiones más viejo de California (data de 1908), al borde del gélido océano azul. Tomar un helado en el muelle y mirar a la gente desde uno de los banquitos de madera es un programa en sí mismo, donde el personaje menos estrafalario es un imitador de Darth Vader, el malo de La g uerra de las galaxias, abrazado a la princesa Leia, que por 2 dólares se saca fotos con los turistas.
Pero los viajes ruteros no permiten estar sentado demasiado rato. Por eso subimos otra vez a nuestro corcel metálico y enfilamos por la Pacific Highway hasta Malibú, paraíso del surf en sitios como Las Tunas, Point Dume o Zuma, y hogar de famosos como Tom Hanks y Barbra Streisand, que tienen sus mansiones hipervigiladas al borde del mar. La terraza de Charlie Sheen también da sobre la playa, en la sitcom más vista de los últimos años en Estados Unidos: Two and a half men .
Manejando por este camino, el mar a la izquierda y las montañas a la derecha, con el viento cálido y las olas rompiendo suavemente, es fácil imaginarse que uno es una estrella de cine a lo Yul Brynner, retroceder a los años 50 y soñar que nuestra acompañante es Marlene Dietrich, con un pañuelo en la cabeza y una cesta sobre la pollera, para hacer un picnic inolvidable sobre la arena. Sin embargo, en algún momento de la fantasía conviene pedirle al GPS que nos diga cómo tomar la autopista 101 -hay que alejarse momentáneamente del mar-, que nos llevará al primer destino de este recorrido.
Un dato práctico: llenar el tanque de un auto mediano cuesta entre US$ 35 y 40. Las gasolineras suelen ser un gran lugar para abastecerse en las rutas californianas (y para ir al baño). Pero no esperen que un playero venga a cargar la nafta ni limpiar los vidrios. Uno solito tiene que ir a pagar a la caja y desde allí el empleado habilita el surtidor. No sea cosa de quedarse media hora bajo el sol sin entender qué pasa que no viene nadie.
Como en el Mediterráneo
A unas dos horas de auto desde Los Angeles por la Highway 101, que serpentea entre valles verdes y rocosos, se encuentra uno de los pueblos con mar más bonitos de la costa californiana. Escoltada por las montañas de Santa Ynez y resguardada de los vientos del Pacífico por una cadena de islas rocosas, se despliega Santa Bárbara. Tal es su parecido con la Costa Azul que fue apodada la Riviera Italiana-Americana. Es un verdadero paraíso de jubilados millonarios, con el perfume estable de jazmines y flores de naranjo, y la coqueta costanera que abraza un puerto muy mediterráneo.
Completan la postal: palmeras al borde del mar, gente haciendo deporte, estudiantes por todos lados (hay cinco Colleges en la zona, incluyendo la Universidad de California en Santa Bárbara) y el típico muelle californiano que se adentra doscientos metros en el agua y termina en un restaurante de mariscos.
Santa Bárbara fue una de las misiones fundadas por los españoles en la costa de California y esto ha dejado rastros indelebles en la arquitectura de la ciudad, pese a que gran parte de ella fue destruida en el terremoto de 1925. La calle principal es State Street, que concentra algunos alojamientos de buen precio (como los hoteles State Street y Presidio, con habitaciones dobles por menos de US$ 60 la noche), y los cafés y bares más trendy de la ciudad.
Zona de ricos y famosos
Para una buena vista de Santa Bárbara es ideal subir en auto a las colinas, donde asoman los primeros viñedos y olivares, y desde donde se puede apreciar el mar y el valle completo, en el que alguna vez fueron reyes y señores los indios Chumash. Allí, en la zona de Montecito, se da la mayor concentración de millonarios por kilómetro cuadrado, con granjas a la Toscan, cuyo valor más bajo arranca en los 5 millones de dólares (el ex beatle Paul McCartney y John Travolta son algunos de los vecinos más famosos). Estas casas, empotradas en la montaña, tienen increíbles balcones que hacen parecer pequeño al gran Pacífico.
Vale la pena quedarse el día completo en Santa Bárbara: disfrutar de las playas más limpias de la región, andar en bote, kayak o bicicleta, avistar ballenas, visitar la Misión -la décima de California, que data de 1786- y el antiguo presidio español. Hacia la tardecita, no está mal acodarse en el bar irlandés James Joyce para disfrutar una buena pinta (los sábados se toca jazz Dixieland del bueno). Más tarde, una cena mexicana en Carlitos, el mejor restaurante azteca de la ciudad, donde se sirven las más ricas enchiladas y burritos en muchos kilómetros a la redonda (por US$ 35 comen dos personas).
Por la noche, la estudiantina copa las calles y el centro cobra una vida especial, con bandas en vivo, clubs como el Wild Cat y el Soho, y un simpático olor a espíritu adolescente, como diría Kurt Cobain.
A la mañana siguiente nos dirigimos al corazón mismo del Wine Country de Santa Bárbara, una hora al norte de la ciudad, en un camino que alterna llanura y montaña, en una carretera que a esta altura del año sigue iluminada por flores silvestres de todos los colores. De un momento a otro emerge entre las colinas, como en un sueño, un enorme lago azul, el Cachuma Lake, donde los motorhomes se detienen y algunas familias se quedan jugando en sus bordes.
Por la Highway 154 nos adentramos en el valle de Santa Ynez. El delicado equilibrio de temperaturas en la zona logra el desarrollo de dos variedades de uva: más cerca de la costa, en cercanías del valle de Santa María, el pinot noir; tierra adentro, en el calor abrasador del valle de Santa Ynez, el syrah, mourvedre y viognier.
El programa con el auto es jugar a la película Sidewalks (Entre copas), filmada íntegramente en estos viñedos. Jack y Miles, sus dos protagonistas, se pasan el viaje de copa en copa en aquel Saab convertible rojo, recorriendo vinerías como la Firestone Winery, la Fess Parker Winery o la Foxen Winery. Tipeando esos nombres en el GPS, la voz española nos llevará sin desvíos ni preocupaciones hasta las bodegas.
Al Sur, el camino de Foxen Canyon termina en Los Olivos, allí donde Jack (Thomas Haden Church) y Miles (Paul Giamatti) tienen un almuerzo romántico junto a sus dos amantes, antes de que todos se rompan el corazón y la alegría estalle en una melancolía de Pinot Noir.
Este pueblito, Los Olivos, es una miniatura de pocas calles, donde el sol convierte la tierra seca en un verdadero horno. Los Olivos fue pensado para que la gente entre a probar vinos de las bodegas. El wine tasting cuesta sólo US$ 12 y permite probar siete vinos. Si se compran dos botellas de 20 dólares cada una se descuentan los 12 de la degustación. Cada persona cata los vinos a su propio ritmo, acompañando la bebida con galletas saladas, pretzels y crackers, para limpiar la boca antes de probar el siguiente caldo.
Si llegó la hora del mediodía y uno anda un poco mareado de tanto Syrah, el consejo es refugiarse en un comedero al paso llamado Panini, la mejor sandwichería de Santa Bárbara y quién sabe de toda California. Luego, una siestita bajo algún árbol de copa ancha será ideal antes de ponerse otra vez al volante.
La road movie californiana recién comienza. Próxima parada: San Luis Obispo y el enigmático Big Sur, allí donde Orson Welles imaginó el infranqueable castillo del ciudadano Kane.
Por José Totah
Para LA NACION
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