

Se acercan las 11 y en la vereda de la calle Jujuy casi Coronel Vidt, el viejito de las empanadas empieza a armar su mesa debajo de un arbolito añejo que nunca abandona. La masa está lista desde bien temprano; la carne cortada a cuchillo, mezclada con ajíes picantes, cebolla, comino o pimentón, guarda celosa el secreto de la gastronomía salteña.
El aceite hierve en su punto justo aguardando el momento de dorar cada pieza. A partir de las 12 empiezan a arrimarse los comensales. No hay lugar en donde sentarse, pero todos ya conocen eso de tomar por asalto el cordón de la vereda. Los vasitos de vidrio esmerilado son los recipientes ideales para el vino patero que espera sobre la mesa. Por la calle peatonal, las vendedoras ambulantes ofrecen humitas, tamales y algo de dulce de cayote servido con crema en pocillos de plástico. Sobre la avenida principal los ciclistas navegan sin rumbo. El diario bajo el brazo y la gorrita calada parecen adornos constantes en el suave tumulto de las avenidas. Una arquitectura colonial de paredes anchas y balcones sostenidos por agobiados incansables, y un diseño urbano de calles angostas y veredas diminutas, le dan un toque de distinción a la capital salteña. Las selvas y montañas se mezclan con castillos centenarios y catedrales de siglos pasados.
"Salta proviene de Sagta -cuenta doña Lucía, feliz por descubrir una excusa para abandonar el sapucai vendedor por un momento-, una palabra que en quechua significa ciudad linda. Eso es así porque todavía lleva aire de pueblo a pesar de ser capital, todavía pueden encontrarse paisanos mateando en la vereda, esperando la caída del sol." Aquí la historia se cuela como humedad por todos los rincones de la ciudad, todo contribuye con la imagen colonial: las veredas pequeñas, la plaza central envuelta por recovas que parecen resguardarla de la intemperie, la catedral, los monumentos y las paredes anchas de las casas de los vecinos más tradicionales. La iglesia de San Francisco, cuya torre principal es considerada una de las más perfectas del país, tiene los colores anaranjados de los capiteles que se combinan magistralmente con el blanco de las paredes y el azul del cielo, siempre azul. Es una obligada recorrida pues se trata de una de las tres más grandes de la Argentina; fue declarada patrimonio cultural de la Nación en 1947. El último zarpazo de estilo barroco de décadas pasadas dejó sus huellas sobre el altar, cuyas dimensiones sobrepasan las de las demás catedrales. Enfrente puede conocerse el Cabildo mejor conservado de la Argentina. Terminado de adobe en 1582, año de la fundación de Salta, es el edificio más antiguo de la ciudad. Allí hay un diablito que se cuelga de la cima de la torre principal y juega a ser veleta girando en el momento que el viento se lo ordena. Esta figura que corona un campanario de claras influencias toscanas, se ha ido transformando con el paso de los años en el depositario de las mil leyendas y mitologías nativas. El balcón principal se desviste ante los ojos de los viajeros como una pieza fina de acero forjado y madera tallada, sostenida pacientemente por anaqueles que no esconden sus perfiles antropomorfos.
A veces es posible descubrir en las paredes anchas de mansiones coloniales, los relatos más detallados de la historia de un lugar.
Bastión irresistible
Sin olvidarse de la casa de Hernández, que fue declarada Museo de la Ciudad en 1979 por la riqueza testimonial de cada una de sus esquinas. Es una de las últimas casas que quedan aún en pie remitiendo al principio de los días en la provincia. Sus paredes amenazan con medir casi un metro de ancho, las puertas de madera están totalmente talladas a mano y los balcones mantienen intactos sus secretos traídos de España.
Y la casa de Arias Rengel, que es también uno de los más importantes testimonios arquitectónicos de la era de la Colonia. Un poco más lejos de allí, al pie del cerro San Bernardo, el Monumento al General Güemes se levanta como un guardián kafkiano que otea desde las alturas las andanzas de los lugareños. Su mano derecha le presta la sombra a los ojos; la izquierda detiene el avance del caballo. El bronce, esculpido por el reconocido Víctor Gariño, se asienta sobre una plataforma de piedras extraídas del mismo cerro. Desde allí puede obtenerse una vista privilegiada del cerro y la ciudad. Hay un teleférico que asciende hasta la cima del San Bernardo.
Además de todas las construcciones históricas que permiten sumergirse en el pasado y marearse entre fechas y próceres, Salta está viva. Se ve cada mañana o cuando comienza a morirse el día. En los mercados gigantes las mujeres se empeñan en levantar los objetos de las estanterías, desenganchar las prendas que cuelgan del cielo raso y plegar las pañoletas que ocultan las manchas de las paredes.
En la peatonal, los grupos de jóvenes dejan al tiempo extinguirse arreglando el mundo bebiendo cerveza. Salta es suave y lleva su sabor particular. Obviamente para los nativos, a la variedad local no hay bebida que le haga sombra.
Salta es la síntesis del Norte, la comunión legendaria e histórica entre la idiosincrasia colonial y la indígena. Arquitectónicamente son más visibles los aspectos coloniales, pero si el viajero logra inmiscuirse seriamente con el temperamento local, dejándose llevar por largas conversaciones con los paisanos, es fácil percibir el costado aún nativo. Lo autóctono se observa en las cestas de varillas vegetales, en las tinajas de barro colorado, en el dulce de cayote, en los tamales, las empanadas, la mazamorra y el locro. En las planchas de cuero labrado, en la forma del decir de las palabras, en los modos de andar de los ancianos, en la sencillez cotidiana y en esa piel que nunca se cansa de llevar con orgullo el color rojizo de la tierra.
Martín Correa Urquiza
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