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San Fermín desafía a los toros

Pamplona se prepara para honrar a su patrono, con la tradicional corrida por las calles; una fiesta para no saltear en el calendario y vivir con la adrenalina a flor de piel




PAMPLONA, España (El Mercurio, de Santiago. Grupo de Diarios América).- Son casi las 7.30 del San Fermín. Rompe el frío silencio del amanecer pamplonés un rumor ronco de voces nerviosas que se deslizan por los adoquinados y estrechos callejones medievales del Casco Viejo, de la ya vieja capital del aún más viejo y legendario reino de Navarra, tierra de vascones.
Es la multitud enfiestada aglutinándose para ser testigo, protagonista y cómplice del acto que dona la esencia y que hace única a la fiesta de San Fermín: el mundialmente famoso encierro. Esta historia será revivida el próximo viernes.
Mezclado con la gente pienso que, entre tanta multitud, las pequeñas hazañas individuales no tienen sentido más que para quien las protagoniza, que los momentos en que uno se desafía a sí mismo son íntimos, pasan siempre furtivos para el resto, que sólo el propio recuerdo los acariciará una vez y otra para que no pierdan su brillo.
Es la única razón que se me ocurre para estar en el callejón cercado por vallas de madera, por el que minutos más tarde aparecerán seis toros con astas como puñales y que, en su loca carrera por las calles de Pamplona, le dan la posibilidad, año tras año y a quien lo desee, de probar y probarse.
El desafío hace que ésta sea una mañana extraña.
Los ochocientos cincuenta metros que van desde los corrales de Santo Domingo -donde aguardan los animales- hasta la plaza de toros de la ciudad cobijan miradas nerviosas, risas, gritos y frases de la masa que busca distraerse de la tensa espera.
Resaltan los guiris, como llaman aquí a los norteamericanos, australianos y a cualquier extranjero de pelo rubio que no hable español.
Ellos viven la fiesta a su manera, tal como Hemingway se las contó: una recolección de sensaciones telúricas donde no puede faltar el desnudo desafío al animal, símbolo de aquella España profunda que el escritor capturó en sus libros. Un pañuelo rojo al cuello, sobre sus colorinches poleras de California, resume la idea de San Fermín.

Una tradición sagrada

Están también los corredores profesionales, los únicos que en esos minutos de nerviosa impaciencia matinal emanan una envidiable seguridad. Son los pamploneses quienes han heredado de sus antepasados los secretos y la tradición sagrada de correr cada año sintiendo la cornamenta de un miura casi pegada al cuerpo, como corresponde; aguantando el ritmo del animal el mayor tiempo posible, notando su bufido tibio y agitado en la espalda, para luego, con un quiebre rápido del cuerpo, abrirse hacia un costado, y dejar que el coloso siga su camino sin sacar un rasguño.
Son los que mantienen vivo este espectáculo, seña de su identidad como pueblo, hecho de atavismo y rito, de deporte y vértigo temerario. Para ello se han preparado desde niños, ganándose sobre los adoquines el título de los divinos con el que se denomina a los que saben.
Despectivos y ajenos a los novatos, han dormido toda la noche y desde las seis de la mañana están calentando para vivir su momento de gloria.
Todo lo contrario de los forasteros, que tras la jornada nocturna que aún se prolonga, con los excesos de la juerga en el cuerpo y envalentonados por el rosado vino navarro ingerido, aspiramos solamente a no hacer el ridículo más de la cuenta y salir vivos para contar la anécdota.
Por los altoparlantes una voz da instrucciones en varios idiomas a todos los participantes, excepto para los menores de 18 años y, hasta hace poco, para las mujeres. Lo único que se permite tener para defenderse de los animales es un frágil periódico enrollado.
Sin saber si servirá de algo, agarré uno y lo aferro como si fuera la mejor garantía de vida.
En el fondo, es la única posibilidad de poner a salvo el pellejo. Algunos la aprovechan: los arrepentidos salen del grupo y se ubican al otro lado de la barrera junto al público, entre el rumor de los que nos quedamos.
Repaso los dos consejos de mi padre, navarro con varios encierros en el cuerpo y uno de los motivos por los que yo estoy aquí: uno, correr sin mirar atrás, para no tropezar, y dos, si se cae, quedarse tumbado en el piso cubriéndose la cabeza para que el toro pase por encima.
Cinco minutos antes de que un cohete (el txupinazo) marque el momento en que las puertas de los corrales se abran, soltando por fin a las seis imponentes bestias a la calle. Prefiero refugiarme en las menos sacras y más frías estadísticas: hace quince años que nadie ha muerto en el encierro, y desde 1924, sólo doce corredores han sufrido cogidas mortales. No hay ninguna razón para que hoy sea distinto. No tendría por qué haberla.

Llega el gran día

A las ocho de la mañana en punto, el cohete explota, los portones de los corrales se abren y las reses emergen con furia corriendo agrupadas como un racimo de cíclopes, bestias fabulosas liberadas de su cautiverio. Todo comienza a ocurrir a mil revoluciones por segundo. El vocerío del público y de los corredores es ensordecedor. Aun así, entre la confusión se distingue el ruido firme de las pezuñas de los animales sobre los adoquines, acercándose a toda velocidad por las calles de Pamplona. Se ha desatado el encierro.
Saltando para distinguir la manada sobre las cabezas de los corredores espero el momento para unirme al caos.
A la distancia, veo corredores que brincan las vallas, trepan a algún balcón, se lanzan al suelo o simplemente se pegan a los costados de los edificios para dejar paso libre a la carrera de los amenazantes animales, mucho más grandes que lo imaginado. Los observo pensando qué haré cuando lleguen.

Un circuito que parece eterno

Decido darles la espalda y correr con toda la fuerza que pueda imprimirle a mi carrera. Corro como creo que nunca he corrido ni volveré a correr en mi vida, esquivando todo lo que se me ponga por delante y, sin saber por qué, gritando como el resto.
Pienso que los doce cuernos que coronan las cabezas de las bestias de 600 kilos, que vienen detrás puede venir pegados a mi espalda y a punto de clavarse. La idea es aterradora, pero le da más agilidad a mis piernas.
Me choco con quienes van delante y avanzo unos metros que parecen eternos. No sé qué pasa detrás. Decido que ya cumplí, que mi anónima hazaña está realizada y que ahora sólo falta la finta para ponerse a salvo.
Entre tanta confusión y miedo doblo y con fuerza desconocida salto una de las vallas. La sensación de alivio y seguridad es indescriptible.
En la calle, la cuadrilla de toros comienza a pasar rápido. Unos corredores tropiezan y ruedan por el suelo, quedando en peligro. Con la angustia pintada en el rostro, tratan de ponerse de pie, sólo pensando en llegar hasta las vallas para resguardarse de la amenaza de las reses.
Pero el toro que encabeza la manada ya está sólo a unos centímetros de uno de ellos, un norteamericano casi adolescente, que aún sin terminar de incorporarse, recibe de lleno en el costado de su estómago la filosa sensación de su cuerpo invadido por el pitón derecho del toro.
Todo se detiene por un instante en el que cientos de ojos miran la estocada del animal sobre el hombre. El muchacho, luego de un brusco vuelo, cayó unos metros más adelante. Al tocar su cuerpo la calle, la acción y el ruido vuelven a reanudarse a su ritmo enloquecido como si alguien hubiera puesto play.

Una hazaña anónima

El miedo ha dejado su lugar a rostros frenéticos, delirantes y ya se escuchan los primeros comentarios de la proeza que cada uno realizó. Una vez más la fiesta se justificó en sí misma.
El único ajeno al jolgorio es el extranjero herido y que ha quedado en el suelo de espaldas, mirando al cielo con el vientre atravesado. A su encuentro corren a toda prisa los miembros de un equipo de la Cruz Roja.
Para él, la suerte fue distinta. Unos minutos después, la vida se le escapaba por el agujero que dejó la afilada asta: perdió casi toda su sangre por la aorta cercenada. Su nombre, Matthew Peter Tassio, hoy figura como la víctima trece que ha muerto en el encierro.
Mientras tanto, la fiesta continúa y continuará todo el día y la noche en distintos lugares de Pamplona. Y así el año que viene, el otro y el siguiente. Con el añadido de que el deslumbrante atractivo de la muerte ejerce siempre sobre los hombres.
También la tragedia es parte del juego y a veces reclama el sitio que tiene reservado en el ritual de los sanfermines haciendo un guiño, para cobrar su tributo... siempre tan inexorablemente caro. Gora San Fermín (Viva San Fermín).
Rodrigo García

Datos Utiles

Cómo llegar

  • El pasaje aéreo, ida y vuelta, desde Buenos Aires hasta Pamplona cuesta cerca de 980 dólares, con tasas e impuestos incluidos.

Alojamiento

  • Una habitación base doble en un hotel de dos estrellas cuesta 30 dólares; en uno de tres estrellas oscila entre 45 y 85 dólares, y en uno de cuatro, entre 100 y 225 dólares.

Más información

  • En la Oficina de Turismo de España, Florida 744, piso 1º. Atención al público de lunes a viernes de 9 a 17.
Informes por el 4322-7264.

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por Redacción OHLALÁ!


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