Viajamos a la ciudad de Cajamarca. Conociendo las rutas peruanas nos sorprendió gratamente una línea asfáltica casi ininterrumpida.
De a poquito, unos paisajes increíbles de montañas, con las laderas sembradas de distintos colores y ríos que surcaban los valles. Siempre es imponente estar en la Cordillera.
Desde el Abra del Gavilán, el punto más alto de nuestro recorrido (3000 m), vimos por fin el inmenso valle de Cajamarca. Las calles de la ciudad son muy típicas porque los edificios conservan un estilo muy colonial, con balcones llenos de flores, faroles que cuelgan de las paredes de las casas y alerones para proteger las veredas de la lluvia o el sol.
En el centro histórico se destaca un monte llamado Apolonia, donde se sentaba el inca Atahualpa. Bajando por una escalera curiosa entre puestos de frutas y señoras indígenas se llega a la Plaza de Armas. En ella se encuentran dos iglesias: la catedral, que estaba reservada para la población española desde la llegada de Pizarro, y la iglesia de San Francisco, para los indígenas convertidos al catolicismo.
Hay una zona del valle conocida como Baños del Inca sobre una falla geológica, que permite que emerjan aguas termales a 70°C. Increíblemente, el agua sulfurosa sale a borbotones en enormes piletas donde se enfría hasta que puede ser utilizada para bañarse. Uno de los cuartos, el Pozo del Inca, es donde Atahualpa se sancochaba (hervía) mientras resolvía los asuntos del imperio. Nosotros, que no seremos emperadores incas, pero nos queríamos sancochar, nos fuimos a un hermoso hotel en la campiña.
En la excursión de la mañana siguiente volvimos a las montañas. En la parte más alta se dividen las cuencas del océano Pacífico y las del Atlántico.