El último año de Villa La Angostura tuvo características épicas. El ciclo comenzó con la erupción del volcán Puyehue, en junio de 2011, y con la caída de cenizas transformando de manera dramática un paisaje tantas veces descripto como paradisíaco; continuó con la suspensión de los vuelos a Bariloche durante meses, y la consiguiente y drástica baja del turismo, motor exclusivo de la economía local. Y siguió con la lógica falta de trabajo, que determinó las miles de historias de vecinos que salieron a limpiar lo que podían, o que debieron replantear su forma de vida en la localidad o que directamente eligieron (o no tuvieron otra opción que) irse a probar suerte en otro lugar del país.
Luego llegó el verano. Y la naturaleza, con la ayuda de hombres, mujeres y máquinas, de algún modo aceleró los tiempos de la recuperación. La temporada turística ya no podría salvarse, pero los colores de los lagos y de los árboles sí, estaban de vuelta. Algunos dicen que incluso más intensos que nunca, debido a cierto efecto positivo de la ceniza en la tierra.
También regresaron los aviones de Aerolíneas Argentinas y Lan al aeropuerto de Bariloche, y en ellos las primeras familias, los mieleros, los pescadores norteamericanos, los observadores de aves alemanes, algún holandés curioso por ver dónde pasa cada tanto las vacaciones la princesa Máxima...
Ya con un nivel mínimo de cenizas en el ambiente, pero aún con montañitas de arena gris acumulada en algunos sectores de la Villa, se acercaba Semana Santa, prácticamente el fin del turismo hasta el inicio de la temporada de esquí, en el invierno. Y, para el pequeño empresario, la última oportunidad de trabajar antes de que llegue el frío y no haya mucho más que esperar.
La dura novela de Villa La Angostura, se supo entonces, tendría final feliz. Para las minivacaciones de Pascua, según cifras de la Secretaría de Turismo local, la ocupación hotelera fue de un promedio del 73%, un nivel tan alto que superó incluso al del año último, es decir a los tiempos prevolcán.
Informalmente, la gente lo confirma. En más de un restaurante, durante el fin de semana largo, debieron convocar de urgencia a algún amigo que pudiera dar una mano. En más de un complejo de cabañas tuvieron que decir lo que no decían hacía largos y oscuros meses: no tengo más lugar.
"Trabajamos todos, no dimos a basto. Se llenó todo. ¡Hasta estábamos contentos de no tener lugar para estacionar en el centro!", dice Maxi Rodríguez Consoli, un ex porteño que pasó más de una década como guía de buceo en Cozumel, México, y que llegó hace unos años a La Angostura donde, entre otras tantas cosas (el multitasking es también un rasgo autóctono), timonea su propia embarcación de pesca. "Más allá de lo económico, esta Semana Santa nos vino muy bien en lo anímico. Hace un mes no sabíamos cómo terminaría esto; ahora todo el mundo está con ganas de hacer cosas, de encarar proyectos nuevos. En estos días se sintió en serio por primera vez, desde 2011, que estamos de vuelta."