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São Luis, de porcelana y azulejos

Su arquitectura y refinamiento retrotraen a la época en que fue adorada por las elites francesas y portuguesas




SAO LUIS.- En la frontera entre el Nordeste y la Amazonia, São Luis no se parece a ninguna otra ciudad del Brasil. Fue fundada por hidalgos y herejes franceses que llegaron al Maranhao en busca del Edén donde purgar las internas religiosas que desangraban la metrópoli. Hoy es la capital de Maranhao, una provincia tempranamente elogiada por los viajeros: en su Lettre d´un pére capucin (1612), el monje franciscano Claude d´Abbeville -cronista de aquella aventura francesa- anoticia a Europa que el Maragnan es un verdadero paraíso terrenal: "En ese país no hay otro jardinero más que Dios", escribe.
Esta ciudad tuvo iglesias de negros y mulatos, colegio de jesuitas, prisión y quién sabe si también calabozos privados. Se hallan evidencias palpables de antiguos mercados de esclavos y calles en otra época prestigiosas. Ventiladas por los alisios, las ruas resucitan sus antiguos nombres: Largo da Misericórdia, Largo dos Amores, Rua dos Remédios. Sin desatender los museos, fuentes y conventos, el encanto de la capital maranhense hay que buscarlo puertas afuera, en los entuertos callejeros. No bien Jerónimo de Albuquerque echó a los franceses, se le encomendó "especial cuidado en hacer crecer la ciudad de São Luis, cuidando que las calles sean rectas y bien trazadas, y que sus habitantes vivan en casas y no dentro de los fuertes". El viejo conquistador del Maranhao debió obedecer con recelo, pues el terreno era bastante irregular. Felizmente, el urbanismo portugués no considera a la geometría como ciencia exacta y sus agrimensores son muy dados a trazar rectas a mano alzada. El resultado se siente en las rodillas: pocas ciudades de llanura poseen tantos escalones como São Luis. Hay en ella una declarada vocación por elevarse y descender, por mostrarse y después desaparecer por obra y gracia de un requiebre, de sus puertas alineadas una tras otra y en apariencia siempre iguales a la siguiente. Las fachadas de azulejos se multiplican y el turista cree haber sido engañado en una sala de espejos. A mediados del siglo XIX, São Luis era la tercera o cuarta ciudad de Brasil, cuando San Pablo no era más que un pueblo grande.

Africana e indígena

Separada administrativamente de Brasil, ella se entendía directamente con Lisboa. De allí le vino la arquitectura de sobrados (caserones) y las calzadas de pedrinhas oscuras; también los contactos sociales y una cierta ebullición intelectual. Se la llamó la Atenas brasileña. En atención a esta honrosa comparación, no reproduce su palmera típica -el burití-, sino una pluma y un rollo de papel. También es africana en sus ritos y devociones, indígena en su modo culinario y francesa por certificado de nacimiento.
Aquella saludable mezcolanza le otorgó carta de ciudadanía multirracial: el Bumba-meu-boi, considerada la mayor expresión del folklore popular brasileño, suma la indumentaria del blanco, el atabal del negro y la coreografía indígena. Tan encantado quedó con ella el viajero y científico Alcide d´Orbigny que escribe: "La libertad, la buena educación, la delicadeza y dulzura de los maranhenses contribuyen para hacer de aquella ciudad uno de los lugares de Brasil donde es más agradable la permanencia".
No obstante la recomendación, São Luis es poco conocida. Aislada del resto del país y a salvo del turismo masivo, su antiguo esplendor se conserva casi intacto, recuerdo de una época en que las familias pudientes mandaban sus hijos a estudiar en Europa y traían azulejos de Lisboa para decorar los frentes de sus casas. Posee la mayor concentración de predios coloniales azulejados del Brasil. Un visitante del siglo XIX habla de "la pequeña villa de los palacios de porcelana". Por su vocación doméstica y monumental, esta capital merecía ser premiada: acaba de ser inscripta en la lista del Patrimonio Mundial, en pie de igualdad con Ouro Preto, Salvador y Olinda. Si bien su fama edilicia llegó hasta la misma corte de Lisboa y el Palacio de Gobierno gustó de cierto lujo versallesco, aquella arquitectura europea adquirió el ropaje de la botánica ecuatorial. São Luis no es pródiga en plazas decoradas artificialmente ni tiene las selvas de Belém; su especialidad son los remansos sombreados por ficus y mangueiras, son oasis callejeros. Pese a las restauraciones, todavía pueden verse caserones vacíos con sus postigos desencajados y sus techos invadidos por la maleza. Los devaneos de la imaginación se apoderan de esos monumentos y envuelven al visitante en una indolente ensoñación: poseer una casa de verano o de toda la vida, donde esperar la lluvia con las ventanas abiertas y los pies descalzos, o remolonear en la hamaca tendida a la sombra de alguna veranda.
São Luis tiene puerto, pero no siempre tiene barcos. Atrapados en un estuario encogido a diario por la marea, los invasores coloniales pronto cayeron en la cuenta de que aquella plaza fuerte sólo podía ser tomada según los inescrutables designios lunares. Todavía hoy se dormita en cubierta o se bebe en el muelle. Merodeando de noche por allí, suele suceder que algún lanchón proveniente de la bahía llegue con sus velas desplegadas y sus linternas iluminando la bajante.
Los pasajeros desembarcan sus bártulos en la explanada abarrotada de curiosos y changadores, donde matarifes aguardan por su lote de gallinas, cabras y cerdos vivos a los que le ponen precio en el mercado. Tan maranhense resulta esta mezcla que si la gobernadora Roseana Sarney cambiase su agenda política por el placer de la distracción le bastaría con asomarse por la ventana del Palacio de Gobierno -ahora transformado en museo- y entreverarse en un espectáculo que revive la época de los intercambios al borde del agua.
No es cierto que São Luis sea un museo viviente. La ciudad parece interpretar el progreso sin olvidar sus tradiciones.
Gonzalo Monterroso

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por Redacción OHLALÁ!


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