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Seducción bajo el sol latino

La isla Margarita y Los Roques dan rienda suelta al ocio, acompañado de sus ritmos sugestivos e historias de vida asombrosas, que pueden hacer creer que en esta porción de Venezuela todo es una telenovela




ISLA MARGARITA-. Carmen podría barrer el aire con sólo cerrar los ojos. Tiene las pestañas negras e infinitas, la mirada inmensa como un búho de café, y los 4 años atrapados en un metro de estatura. Diminuta y hermosa, detiene una combi con el bracito en alto: arriba hay turistas y ofrece contar la historia del indio Gualperín a cambio de unas monedas. Carmen habla, con su boca blanda y curvada donde es debido. Y recita su trabajo con el canto monocorde de un alumno saludando a la bandera.
Carmen, como tantos otros vecinos de la playa Juangriego, inyecta la economía hogareña con el dinero que cosecha en la calle. Suelen ser hijos de pescadores: hombres que se despiertan de madrugada y desayunan pescado frito. Que vuelven a la tardecita empañados de alcohol y comen hasta que el sueño los tumbe y la mañana los levante.
Mientras la rutina se cumple paredes adentro, la playa Juangriego transita un camino inverso: va mutando hacia la belleza. El atardecer de Juangriego es el plato fuerte de la isla Margarita: el viento detiene las gotas de agua en el aire y el sol las desgaja en siete colores.
Pero aún es mediodía, y la bahía está llena de barcos pesqueros y pelícanos. La pesca es la segunda actividad económica de Margarita. La primera es el turismo: esta isla venezolana decidió promocionarse con un cóctel relajado: sistema all inclusive y costas de mar transparente.

De rubios y de negros

En un rincón de la playa El Agua, un alemán grita por su teléfono celular. Mientras se enoja, un bíceps le late y ofrece la panorámica de un temible tatuaje de tipo malo. Pero no debe de ser tan malo el tipo: con el índice de la otra mano está haciendo un hoyito en la arena.
El Agua es la playa alemana por excelencia: el paisaje es un compilado de hombres que duermen sus kilos bajo el sol y mujeres en topless con los pechos color fuego. Todos muy rubios y muy fibrosos, bebiendo su coco loco bajo un cocotero que parece aburrirlos.
El diseño es el adecuado: las sombrillas están dispuestas en inmaculada línea recta, y las palmeras forman fila mientras rascan el cielo apenas blanco. El Agua no es Mardel, ni siquiera Punta: es la prolijidad en su grado más sajón. El público dividido en dos extremos: rubios que compran mientras se secan la piel carmesí, y negros que venden mientras repiten mi amor .
"Soy galáctico: llegué a Margarita junto con mi inconsciente en un vuelo sin escalas desde el universo." Si Bob Marley existiera, sería este negro puro diente que se niega a revelar su origen. Bob dice que llegó desde el agujero más oscuro de la estratosfera y que bajó con la ayuda del ultraliviano que está promocionando. "Sólo 35 dólares, mi amor , incluida una cerveza y pasando por seis islas." Aunque no lo diga, la luz de Jamaica le brilla en los ojos. Y Bob lo sabe, y se ríe hasta mostrar el calcio de las muelas. "Ya te diré de dónde soy. Ay, mi amor, quita esa cara; tienes que tener paciencia."
En Venezuela, una pregunta puede desencadenar en un paso a paso que tal vez, en algún momento, desemboque en una respuesta. Las palabras caen lentas como un jarabe y la información va llegando de a gotas. Con la voz calma, cadenciosa e intensamente dramática de las telenovelas.
La belleza de las venezolanas también es de telenovela: los labios gruesos, las cejas marcadas con trazos de carbón fino y las mejillas de redonda porcelana. El encanto en su versión menos discreta y, por lo tanto, más latina.
"Ay, no. No hay nada como nuestras mujeres", pontifica un taxista margariteño mientras pedalea su Mustang modelo antediluviano. Jesús es dueño de un clásico ejemplo de coche local: chasis de los años 70, asientos de cuero gastado, radio antropológicamente interesante y polarizado de fin de siglo.
"El sol es tan fuerte que los vidrios al natural pueden ser una tortura", explica. Y pronto da el pantallazo del buen taxista for export : cuenta que Margarita tiene unos 340.000 habitantes. Que, según la leyenda, Cristóbal Colón estaba muy enamorado de Margarita de Austria y, que en su honor, bautizó a la isla con su nombre. Que el ave regional es la cotorra margariteña. Que hay tres festividades religiosas en la isla, pero que cada pueblo tiene su santa. Que los curanderos son moneda común y de fiar. "Uno le diagnosticó a mi hijo un problema en la tripita. Y, cónchale, ¿sabes que acertó? Le dio sal de coco y santas Pascuas".
Margarita está llena de historias asombrosas. De cuentos que rozan lo increíble, pero que abren un tajito que los hace probables. "Soy del Amazonas. De chico, mi padre me inmunizó con un cóctel con 250 mosquitos. Nunca más me picaron." Mauricio muestra su carnet de hombre raro y cuenta cosas como éstas. Mientras habla, pone cara de sólo-se-lo-cuento-a-los-íntimos. Y dice, como para llegar al clímax del impacto, que se comió a su abuelo. Que en el Amazonas existe el ritual de secar los cuerpos muertos al aire libre y, pasados 10 años, molerlos y comerlos, para significar lo cíclico de la existencia.
Este ritual es verdadero. Pero lo cierto es que Mauricio el Antropófago se parece más a Paul Hogan en Cocodrilo Dundee que a un ejemplo tribal amazónico: tiene el pelo rubio, la piel curtida en sal marina, los ojos verdes atrapados entre el frunce de las cejas y un celular que titila como luz mala.
Mauricio coordina un grupo de turistas recién desembarcados en la isla Coche. El lugar está separado por diez kilómetros de la playa margariteña El Yaque. Los más osados cruzan el trayecto haciendo windsurf, y los más normales lo hacen en ferry, catamaranes o lanchas de pescadores. Coche es un gran conjunto de pueblos pesqueros y ocultos. En un margen está el turismo: las playas blancas y la marea que bombea suave y celeste; las motos de agua y el deporte en su versión más exótica; los lugareños que, bajo una sombrilla, cortan y venden ostras recién alzadas del mar.
Y del otro lado están los pueblos: la trastienda del placer, a donde regresan los pescadores cuando se acabaron las visitas y el trabajo. "El all inclusive es un cuchillo para nuestra garganta", cuenta un vendedor local. Y agrega que este sistema les desangró la economía: la gente, sabiendo que tiene todo cubierto, llega a la isla sin dinero extra para gastar.

Vidas all inclusive

El all inclusive es un sistema que, por una suma fija, cubre los gastos de traslado, comidas estilo buffet y bebidas libres dentro del hotel en que se aloje el turista. Quien busque autonomía, sabores regionales y contacto popular deberá pagar más y por fuera del paquete contratado. Pero aquellos que prefieran abandonarse a los platos internacionales, a la vida de hotel y playa y a los expertos en diversión, se sentirán felices.
Eloy es de esos especialistas en organizar cada rincón del ocio. Es rubito, con rulos, y tiene la cara del Fonchito de Mario Vargas Llosa. Eloy está vestido de payaso y cuenta que trabaja catorce horas diarias. Y que, aun así, le queda tiempo para hacer yoga, tai chi chuan, leer a Freud y vagar por las calles de la metafísica.
Son las 22 y todavía le queda un show con baile, animación interactiva y traducción simultánea en múltiples idiomas. Pero a Eloy no le importa, y habla del karma mientras devora su hígado con arroz. Con los ojos de payaso, el traje de payaso y los 30 grados que se le ríen en la cara.
Las veladas margariteñas, como todas las veladas, no son únicas: están los espectáculos como los que organiza Fonchito. Están los boliches mezcla de salsa, tecno-merengue y pop, donde los cuerpos se menean y se funden como besos de manteca dulces y calientes. Están las peñas con grupos folklóricos, buena comida y mejor vino, donde es posible asir al menos una mano de la cultura venezolana.
Y está la noche en estado puro. Ese hueco de sosiego donde la música pum para arriba de los hoteles y las pistas regala una tregua. Ese lengüetazo de calor estrellado que hamaca los cocoteros como en un arrullo. Que empuja al mar hasta el fondo del sueño. Y que duerme a la isla hasta que el amanecer de siempre le despegue los párpados.
Josefina Licitra

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por Redacción OHLALÁ!


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