Newsletter
Newsletter

Sin fotos, horarios ni aeropuertos, otra manera de viajar

Por Eduardo Mignogna Para LA NACION




Recordaré siempre Ushuaia, donde estuve por trabajo más de una vez: sus calles empinadas al pie de la lomada, el vértigo de la nieve, los cielos siempre estrellándose sobre el mar agrisado, la isla de los pájaros, el sombrío penal.
En esa ciudad, la más austral del planeta, en un restaurante frente a la avenida del puerto, conocí a una pareja de jóvenes trabajadores sociales tucumanos, Linda y José Pujol, que habían decidido emigrar de su tierra y trabajar en el hospital regional y en diversos centros comunitarios. Llevaban un año y medio y no tenían aún pasajes de regreso. Eran jóvenes, sin hijos y los ilusionaba recorrer otras comarcas y conocer a otras personas para ayudarlas a pasarlo mejor.

Conversaciones vecinas

En el mismo restaurante, a nuestro lado, había una mesa con un grupo de turistas empeñados en arrasar con todas las langostas del mar y hablar en voz alta de sus viajes.
Era imposible no oír sus conversaciones. Mencionaban horarios, combinaciones de aviones y lugares y ciudades que debían hacer (no visitar).
Decían: "Tenemos que hacer El Calafate, Salta Tucumán y Jujuy; hacer el Tren a las Nubes". Esta expresión ya la había oído; la dijeron otros argentinos alguna vez en algún aeropuerto. "Nosotros hicimos Roma, París y Marruecos en una semana", decía uno. "Nosotros venimos de hacer Copenhague y Finlandia", replicaba el otro.
Un proverbio oriental dice: Para que un viaje no falle, no se debe saber que se está viajando.
Podría entenderse, entonces, que en el momento en que se enuncia, el viaje comienza a perder el sentido (viajar: caminar, visitar, peregrinar, absorber, otorgar, acceder, intercambiar) y se transforma en un compromiso lleno de rutinas y obligaciones, que incluye cumplir horarios e itinerarios, tolerar colas, arrastrar maletas, buscar escondites para el dinero, manejar arduas horas si se viaja en coche o higienizarse en un placard si se va en avión, hacer cálculos cambiarios, compartir excursiones, dormir poco, hacer ciudades y países en pocos días, no salir sin la cámara de fotos, criticar, comparar y cerciorarse de que la televisión es mala en todos lados; desayunar lo que nunca se desayuna y vivir a Bagohepat.

Un lugar en el mundo

Claro, hay otros viajeros, como Linda y José Pujol, que se avienen, sin planteárselo, al milenario proverbio. Son los que viajan ligeros de equipaje y sin dólares que escamotear.
Son los que buscan su lugar en el mundo. El sitio donde enriquecerse con culturas y formas de vida diversas, y donde aportar su oficio, profesión, presencia, humanidad.
Nombraré a algunos de estos itinerantes permanentes: el maestro Pellegrini, toda una vida dando clase en escuelas rancho, en Corrientes y Misiones; Jorge Anzorena, jesuita, arquitecto de casas económicas para los sin techo de Manila, Kyoto, Bangladesh, Calcuta, donde colaboró con la Madre Teresa.
Las hermanas franciscanas Cecilia Lee, de Corea, y Bea Gmitrowicz, de Polonia, que desde hace siete años viven en las entrañas de Villa Itatí, en Bernal, Gran Buenos Aires, colaborando con los cartoneros y los desesperados; todos ellos de la Iglesia baja, la que no ejerce el poder ni impone recetas morales.
Todos ellos, junto a otros maestros rurales, ambientalistas y médicos sin fronteras, viajeros sin pasaportes llenos de sellos de ciudades que hacen y no recuerdan, viajeros sin fotografías frente a escenografías majestuosas.

¡Compartilo!

SEGUIR LEYENDO

¿Cuáles son los mejores lugares para probar este clásico postre italiano?

¿Cuáles son los mejores lugares para probar este clásico postre italiano?


por Redacción OHLALÁ!


 RSS

NOSOTROS

DESCUBRÍ

Términos y Condiciones


¿Cómo anunciar?


Preguntas frecuentes

Copyright 2025 SA LA NACION


Todos los derechos reservados.

QR de AFIP