

MIAMI.- Ecstasy. Un barco con ese nombre no puede menos que rendirle culto al placer. ¡Y vaya si lo hace!, aunque antes de abordar sea necesaria una dosis de burocracia. Luego de presentar el pasaporte y dejar el número de tarjeta de crédito, estamos listos para el primer clic del crucero de la fantasía. Dirigidos por amables tripulantes, posamos sobre un decorado de palmeras dibujadas, con un mono trepado que sostiene la fecha del día y un Caribe de témperas turquesa. Decimos ¡whisky! y, automáticamente, somos bienvenidos a uno de los 15 barcos de la compañía Carnival.
La misma rutina les espera a las 2600 personas que se embarcan, cada viernes, para pasar un fin de semana carnavalesco a bordo de un shopping inmenso, proa a las Bahamas.
En 1999, la ocupación de los cruceros de Carnival fue del ciento por ciento, y la facturación ascendió a 3600 millones de dólares. Incluso, se esperan números con varios ceros más para años venideros. "Este es el secreto mejor guardado del mundo", dice Maurice Zarmati, vicepresidente de la compañía.
¿Qué harán para merecer tanto?, nos preguntamos algunos, y allí fuimos para descubrirlo.
En el primer intento fui capturada por las alfombras, tan mullidas que hacen olvidar todo lo que uno camina a bordo; en el segundo, me dieron a probar un generoso plato de langostinos a la provenzal y al tercer por qué, me mandaron al jacuzzi. A partir de ahí, no pregunté más y me dediqué a disfrutar del Ecstasy (valga la redundancia).
En mi peregrinaje al camarote, me crucé con cerca de diez empleados, todos sonrientes y de las razas más disímiles, como en una publicidad de Benetton. Mario, cubano, es el asistente de cabina para el ala izquierda de la cubierta E; Tomás, hondureño, es el mozo para cinco mesas del lujoso restaurante Windstar; Rama es indonesa y hace masajes en el spa; Roberto, rumano, ayuda a los comensales a servirse alguna de las ocho tortas que se ofrecen en el buffet después de la medianoche, y Johan, austríaco, es el chef.
Cada uno está identificado con una suerte de marbete que indica nombre y país de origen. Hay 900 tripulantes de más de 30 países.
El camarote es como un cuarto de hotel de categoría, pero con dimensiones, aunque no reducidas, justas. Vale nombrar tres guiños que conquistan al que llega (en el orden en que los vi): una bata de baño blanca y espesa, una canasta con frutas frescas y una ventana al mar. Servicio de cabina las 24 horas y atenciones y mimos constantes.
Como esa noche cuando entré y sobre mi cama había un perro, con ojos, nariz y boca, hecho con una toalla doblada con arte. Despúes me enteré de que los pasajeros que quisieran podían sumarse a un curso para hacer figuras con toallas. También había uno de tallado de frutas y verduras, y otro de escultura con bloques de hielo.
Varias vidas en tres días
De actividades, hay listas completas. Es más: cada mañana recibía en el camarote un diario con la programación: lecciones de black jack, ruleta y baccarat; masajes, peluquería, gimnasio, clases de salsa en el Starlight Lounge, mejorador de swing electrónico en la jaula de golf de la última cubierta y... ¡hasta una invitación para un remate de cuadros!
Sin embargo, la oferta es tal que uno termina haciendo poco. Igual que en un televisor con 70 canales, el zapping es la forma de consumo más frecuente en alta mar.
Se pueden vivir varias vidas en un crucero de tres días. Una más lujuriosa, si uno tiene debilidad por los margaritas -que salen 3 dólares y desfilan en vasos fucscias todo el día-, o si se tienta con el casino, la discoteca, las noches de gala y las comidas opíparas.
Disfrutar de no hacer nada
Otra vida, más deportiva y con relax incluido, se vive cerca de la popa. En ese extremo del barco, más alejado y menos exaltado, no hay música y la brisa de mar llega más directa.
Además, se puede hacer gimnasia, transpirar en el sauna, correr al atardecer en la pequeña pista de atletismo de una de las cubiertas, comer sano -ensaladas, jugos y frutas-, leer y disfrutar de no hacer nada. Tal como me dijo Sharon, una negra escultural que gozaba de las burbujas reparadoras del jacuzzi: "Yo vengo para hacer esto", sonrió mientras se acomodaba en el agua.
Un punto por tener en cuenta es la comida. Hay casos de pasajeros que desembarcan con tres y hasta cinco kilos demás. Digamos que no es un crucero dietético. Los platos están ahí y son una tentación. Ese postre que hacía la tía, un chorrito de chocolate, una pizca de crema... Y todo, por el mismo precio. Porque cada una de las seis comidas diarias están incluidas en la tarifa.
Mientras unos van, otros vienen y todos procuran entrenenerse, el crucero avanza por el Caribe.
El 90 por ciento de la navegación se hace en piloto automático. El rumbo se regula sólo en la partida y el arribo a puerto.
"Navegamos a 19 nudos, esto es a unos 30 kilómetros por hora, la velocidad justa para viajar un día, descansar otro, en Nassau, y zarpar al día siguiente, otra vez hacia Miami", cuenta Massimo Marino, el capitán. De las cuestiones técnicas uno apenas se entera. A menos que el viento sople intensamente y las olas le hagan cosquillas al gigante. En ese caso, bueno, quizá sea útil tener un dramamine cerca. Pero, en general, el vaivén es casi imperceptible. Los tres días se pasan en un suspiro. A bordo, la existencia es leve y las preocupaciones se esfuman. De esto me di cuenta la mañana que desembarcamos, con los pies en la tierra y una valija en cada mano. Ya no sentía la brisa marina y el tránsito comenzaba a desperezarse.
Por Carolina Reymúndez
Para La Nación
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