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Sintra, un mundo de palacios en colinas tapizadas de verde

A 28 km de Lisboa, entre frondosos bosques, valles escarpados y arquitectura milenaria, esta ciudad -Patrimonio de la Humanidad- parece salida de un cuentos de hadas




SINTRA (The New York Times).- Independientemente de cuán bien comienza o termina, todo cuento de hadas tiene un villano. En mi libro de aventuras en Sintra, una localidad portuguesa a 30 km al oeste de Lisboa, eran las agujas del reloj. Mientras vagaba por las tierras prístinas de castillos que se alzan en lo alto de las colinas deseaba que el tiempo se detuviera.
Cincuenta y tres minutos fue todo lo que llevó viajar varios siglos atrás. El tren que salió de la estación Rossio, una importante terminal de Lisboa, estaba lleno de distracciones de la edad moderna. En un enjambre de trajes planchados y cochecitos de bebes parecía prometedor ser el único pasajero con un bolso pequeño y libre de preocupaciones, presto a saltear zonas rurales y la cotidianidad para lanzarse a la aventura.
Sin embargo no fue sino hasta después de haber pasado la penúltima estación donde se bajó el único otro pasajero de mi vagón que el paisaje comenzó a percibirse como si fuera de otro mundo. Observando ensimismada por la ventanilla, con la nariz casi contra el vidrio, me maravillaba ante los remolinos de colores que pasaban zumbando: los complejos de departamentos grises se convertían en pintorescas casas en tonos pastel hasta que también éstas eran reemplazadas por desordenadas filas de árboles achaparrados.
Para cuando bajé del tren, todo rastro de Lisboa había desaparecido, un puñado de restaurantes y pequeñas tiendas familiares, calles con pendiente y un reloj, me dieron la bienvenida. Sin embargo, a pesar de la agradable escena, no pude evitar mirar a la distancia y reconocer las laderas rebosantes de vegetación retratadas en las postales del lugar.
Durante siglos, el municipio constituía el refugio predilecto de la familia real portuguesa. Muy cerca del centro político y económico de Lisboa, las frondosas cuestas brindaban a la aristocracia un escape apacible y relajado del aire de ciudad. Pero no fue sino hasta que Fernando II, rey de Portugal, llegó a mediados del siglo XIX a estas tierras y construyó una lujosa mansión veraniega que toda la región pudo ganarse su estatus actual de Patrimonio de la Humanidad, con fincas que se extienden y exhiben influencias arquitectónicas milenarias.
Sintra sigue siendo una joya de la corona entre las regiones portuguesas, pero dos emprendimientos importantes ampliaron sus atractivos para el turista. El año último se inauguraron varios hoteles, entre los que se destaca el Sintra Boutique Hotel, de 18 habitaciones, en el centro del pueblo, que mejoró la oferta de alojamiento en un lugar donde era imposible conseguir una habitación en temporada alta. Y 2012 vio el regreso de un servicio de tranvía de 45 minutos durante el verano (2 euros cada tramo) de Sintra a Praia das Macas, una localidad balnearia en ciernes, con acantilados pronunciados que dan a las playas de arena blanca de la costa occidental portuguesa.

Edén glorioso

La mera vista del follaje de Sintra es suficiente para comprender por qué lord Byron la describió como un edén glorioso. Bosques llenos de vegetación se extienden en todas direcciones. El verdor envuelve cada centímetro de superficie, desde el musgo que cubre la piedra hasta las fibrosas vides que rodean los árboles. La exuberancia lo abraza a uno en una suerte de mundo místico.
Apenas después de mi llegada, una cálida tarde de junio del año último, luego de dejar mi equipaje en la Sintra Bliss House, una posada con diseño atractivo y bien conservada, me largué a recorrer el lugar a pie. Una serena caminata a la puesta del sol me llevó a pasar por un puñado de esculturas y estatuas ornamentales, todas parte de reminiscencias de un proyecto de arte público en un vasto jardín privado (las obras cambian todos los años). Los castillos de los alrededores brillaban en la oscuridad, iluminados por reflectores de colores.
Entré en Adega das Caves, un bar del centro de la ciudad, y pedí la especialidad del lugar, queijada de Sintra, una masa de hojaldre con un relleno similar a una cheesecake, con una ginjinha, licor de cereza en una copa pequeña de chocolate. Al caminar de regreso a la posada, cerca de la medianoche, por las calles vacías franqueadas por parques también vacíos -cosa que evitaría en Manhattan- me sentí segura, como si la ciudad fuera mía.
A la mañana siguiente, mi despertador en la Sintra Bliss House fueron los chasquidos de los cascos de un carro tirado por caballos que pasó por mi ventana. Pero mi transporte ese día sería el autobús. Al salir de la Oficina de Turismo, con montones de mapas y un pase múltiple (25 euros), elegí una de las tres rutas que rodean los principales atractivos (2 euros).
Dada la disposición de Sintra, un buen punto de partida es el Castelo dos Mouros, del siglo VIII, un remanente del dominio árabe y la estructura más antigua en la zona. Es, por sobre todas las cosas, una fortaleza militar: austero, uniformemente gris en todos sus muros de granito y piedra caliza, pensado para no ser invadido. Una caminata de 15 minutos por un sendero plano y pintoresco conduce a la entrada principal. "No importa por dónde empiezan -dijo un guardaparque al referirse al sendero que bordea el perímetro-, no van a perderse."
Los caballeros de antaño adquirían sus tiras permaneciendo vigilantes, inclinándose para pasar por los accesos bajos y subiendo en puntas de pie los diminutos peldaños que los conducían a las torretas. Hoy, los únicos enemigos son las nubes de lluvia. Cada vez que me detenía en los puntos estratégicos me imaginaba el orgullo que habrían sentido de custodiar el reino. Las vistas más memorables eran las del Palacio Nacional da Pena, mi siguiente escala, que se avecinaba en lo alto de un promontorio.
En el palacio se percibía una extravagancia inconfundible. El Palacio Nacional da Pena, antigua residencia veraniega de la familia real portuguesa, es un mezcla de colores alegres y torres (angostas y cilíndricas), que crean un ambiente de Alicia en el país de las maravillas, que los aficionados a la arquitectura atribuirían al Romanticismo del siglo XIX. Mientras el castillo moro invitaba a marchar con decisión hacia adelante, el Palacio da Pena alentaba a recorrerlo sin rumbo fijo. En la época de las selfies, tres lugares de reunión competían por su popularidad: una gárgola graciosamente abominable que sobresalía en lo alto de la entrada principal, las vistas imponentes de la montaña tomadas a través de arcos ojivales y los vitrales de la capilla.
De regreso al centro de la ciudad caminé lentamente hacia el Palacio Nacional de Sintra, justo antes del último ingreso de las 18.30. Sus salones exteriores estaban pintados de blanco y amoblados con piezas de época, y el cielo raso cubierto con mosaicos festivos; los más llamativos eran los azulejos que describían escenas históricas. Pero lo que más me impactó fue lo que no pude ver: visitantes. El lindo tiempo atraía a todos al aire libre y como era la última hora, prácticamente tenía el lugar para mí sola. Recorrer el palacio en soledad brindaba la experiencia real más auténtica.
Pero lo mejor no había llegado aún. La última escala en mi tour real fue una de la que todos los residentes y visitantes de Sintra con los que había hablado me dijeron que no podía perder: Quinta da Regaleira, un parque y una finca amurallados de los barones comerciantes del siglo XIX. A pesar de ser más pequeño que el castillo moro y el Palacio da Pena, la construcción aquí -un palacio romántico, una capilla católica romana y una glorieta de múltiples pisos, diseminados por casi cuatro hectáreas- era suntuosa. El verdadero centro de atracción: el pozo iniciático, una enorme torre cilíndrica dada vuelta hundida en el suelo, con una escalera en espiral empotrada en sus paredes. Un grupo de niños convertidos en espeleólogos investigaba la escena con linternas en la cabeza.
A cualquier lugar que me dirigía, las características naturales del parque deparaban sorpresas: caídas de agua, grutas serenas y un laberinto de túneles. A pesar de todo lo que vi quedaron muchas cosas más por ver: los castillos Montserrate y Queluz, el convento dos Capuchos, por no hablar del tranvía encantador que me llevó por la playa del Atlántico.
Aunque el vivir felices para siempre no es eterno. El último adiós fue anticlimático, sin carruajes ni hadas madrinas, sólo un taxi en la estación de ferrocarril, conducido por un afable lugareño que me señaló el edificio en el que había nacido. Luego de varios días de jugar a ser princesa, y aventurera independiente, regresar a la vida real me dio la esperanza de una nueva aventura.
Elisa Mala
Traducción: Andrea Arko

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