Todo el viaje a Oriente de Le Corbusier veinteañero podría resumirse casi como una respuesta contradictoria al párrafo que inicia su relato: "¿Viajando de este modo, largos meses, en países siempre nuevos -preguntaban el otro día en Berlín, principio del viaje, dos encantadoras compatriotas-, no embotará usted sus facultades admirativas, no deslustrará la frescura de sus emociones para no ver ya las cosas sino bajo una mirada un poco desengañada, un poco hastiada?"
No, justamente no. Si algo no se percibe en su viaje es el desengaño y el hastío. Y antes de contradecir a sus compatriotas con el libro entero, lo hace con una frase que cierra ese primer capítulo: "No, señoritas escépticas; viajando uno no se hastía. Tan sólo se vuelve un poco aristócrata en sus amores, y a fe mía que ello tiene mérito en estos tiempos en que todo se socializa", dice en 1911.
Le Corbusier parte con su amigo Auguste Klipstein -luego anticuario de renombre- en un viaje de muchos meses y poca plata, que comienza en Berlín y termina en Lucerna, aunque Estambul es meta principal. Durante todo ese trayecto va escribiendo estas notas de viaje, que rinden un culto muy peculiar al género: "Me he comprometido a escribir el relato de mi viaje... y soy el más desdichado de los hombres; pues eso es el súmmum del aburrimiento, y el sentimiento de aguar la fiesta de tantos compatriotas me atormenta". No fue, sin embargo, esa ironía convertida en autocrítica, sino la Primera Guerra Mundial la que hizo que su libro, finalmente llamado El viaje de Oriente, tuviera que esperar más de cincuenta años para ser publicado. Durante todos esos años en el medio, Le Corbusier practicó en sus textos sobre arquitectura el estilo polémico que de algún modo se anuncia en el brillante uso de la vituperación de su diario de viaje. Aplicada a todos, y a todo. Incluso al Monte Athos, república monástica en suelo griego cuya entrada está vedada a las mujeres; un lugar al que los viajeros suelen dedicarle sólo alabanzas: "¡Oh, este Athos demasiado consagrado a la muerte, por voto de aniquilamiento! Y tan mareado por una poesía lancinante. No se ve ni una mujer, ni batallas, ni peleas, ni guerras que estallan. Sólo acechanzas en lengua socarrona, allí, en taciturnas salas llenas de seres con caras de hienas. ¡No se ven niños! ¡Nunca me hubiera creído capaz de esta observación, y mucho menos de que me afectase! Ni polluelos ni pollinos ni palomas. Todos hombres, solitarios o corroídos por angustias, vacíos de todo sentido marcial. Bajo el creciente malestar del cuerpo, el cerebro recopila y agrava, conjeturando. ¿Entonces qué, quedarse? ¡No, huir, huir de la montaña mágica y de sus dulzuras inquietantes!"
Pero luego Le Corbusier parece recordar su ascenso a la cima del Monte Athos en una mula, entre olivares, zarzas y acebos, y el joven monje de tez cetrina y barba negra que se inclinó a su paso, o la generosidad con que fue tratado en el convento de frailes trabajadores de Karacalu, y esa iglesia de Athos donde ha visto "la cristalización de la claridad helénica extrañamente combinada con indescifrables evocaciones asiáticas".
Y todo lo visto y vivido troca en él molestia por reconocimiento: "Tantas cosas nos han empujado a dejar Athos con demasiada precipitación. Y sé muy bien que nunca voy a volver... ¡Necesitaré encontrarme solo, en mi triste habitación provinciana, un domingo desesperante de lluvia, para sentir con desgarramiento toda la felicidad que he dejado escapar!"
Estambul en llamas
Sus vituperaciones se renuevan en suelo turco. En el célebre Gran Bazar de Estambul, por ejemplo, construido originalmente por Mehmet II El Conquistador hacia 1450 y víctima (hasta hoy) de dos incendios: "¡El Bazar! Ahí se encuentran los peores horrores, los souvenirs para turistas bajo todas sus detestables formas, todo hecho para aparentar mucho y costarle nada al comerciante. ¡Venden cualquier cosa con un cacareo insoportable a todas esas personas que ya de por sí no saben nada de nada!"
Pero no mucho más. Le Corbusier también hace las paces rápidamente con Estambul, porque allí encuentra mucho del encanto oriental que ha ido a buscar. En la gente y en su modo de ser, por ejemplo. "Quisiera decir algo del alma turca, pero temo no conseguirlo. Hay ahí una serenidad sin límites. La llamamos fatalismo para deslucirla, pero deberíamos llamarla fe. Una fe ilimitada y sonriente. ¡Yo no he conocido, ay de mí, más que una fe torturante; se comprende entonces esta amistad que siento por los de allí!"
Por esa atmósfera y por su curiosidad de arquitecto en cierne, las mezquitas lo atraen irremediablemente. "Dentro de cada mezquita se reza y se canta. Te has lavado la boca, la cara, las manos y los pies, y te postras ante Alá, las frentes golpean las esteras; salen roncas quejas, ritmadas según un rito admirable. A los extranjeros se los ha echado afuera, sin compasión. Sin embargo, varias veces he podido asistir a sus rezos, acurrucado en la sombra de una hornacina, tal vez debido al aspecto perfectamente dichoso que mi rostro no podía disimular."
Sale de noche a recorrerlas, contrariando los consejos asustadizos de algunos locales, sintiéndose "feliz entre ese silencio lleno de cosas". Se detiene en Santa Sofía, "la bizantina, con cuatro alminares añadidos", una construcción con muchas razones para despertar su curiosidad: diez mil hombres tardaron seis años en construirla, y en ello utilizaron marfil de Asia, mármol de Egipto y columnas de las ruinas de Efeso. Hasta el siglo XV, cuando Mehmet El Conquistador la convirtió en mezquita, fue la iglesia más importante del mundo cristiano. A partir de entonces, distintos sultanes fueron agregándole los cuatro alminares a que se refiere Le Corbusier.
Otra de las mezquitas, Sultán Ahmet Cami, le llama la atención por sus alminares, que son seis y dieron mucho que hablar. El mismo lo explica: "El sultán Ahmet elevó seis alminares en su mezquita y con ello excitó la ira religiosa de su pueblo, pues sólo la mezquita del Elharam de La Meca había tenido ese número. El sultán logró sortear hábilmente la dificultad haciendo elevar un séptimo alminar en Elharam". La luminosidad de la Mezquita Azul, con casi trescientas ventanas coloridas y veinte mil azulejos de Nicea, contrasta con los oscuros rincones de Santa Sofía y con el gesto adusto de sus iconos.
Casi como recompensa, Estambul se incendia justo durante su estada allí. Y da pie entonces a un delicioso pasaje donde Le Corbusier despliega otra de las costumbres de su estilo escrito, la hipérbole: "Grandioso espectáculo hecho de fuego... El cielo del horizonte se ha vuelto negro, y de verde esmeralda ha virado a ultramar oscuro. Los alminares y las cúpulas se elevan, incomparablemente majestuosos. A través de las perspectivas en llamas, bajo la inmensa nube de humo de oro, se perciben por un instante otros alminares blancos como un hierro al rojo vivo. No se tiene el sentimiento del horror, porque no se ve ningún rostro convulso, no se escuchan gemidos ni gritos ni blasfemias, no se elevan puños al cielo. Uno permanece subyugado por una belleza extraordinaria, es una obsesión de grandeza. Se encuentra una porción de esa Constantinopla de grandeza y de magia que habíamos soñado. Un soplo de locura imperialmente bizantina se mezcla con una cínica voluptuosidad fatalista".
Por María Sonia Cristoff
El viaje y la obra
En Le Corbusier se da uno de esos casos en los que el viaje y la obra se conjugan. Por sugerencia de L´Eplatennier -su maestro en la Escuela de Artes Decorativas de la Chaux de Fonds y una influencia importantísima en su formación artística- dejó su Suiza natal y emprendió un recorrido por Europa central y el Mediterráneo, en el que siguió completando su formación de arquitecto autodidacto.
En febrero de 1908, a los 21 años, viajó a Francia, su país de adopción, y vivió durante quince meses en París, ciudad a la que volvería casi diez años más tarde para instalarse. Entonces, en su estancia parisiense, incursionaría en el purismo y fundaría Esprit Nuveau, revista en la que se expresaban las opiniones más revolucionarias en el campo de la arquitectura y el urbanismo.
La firma de esos artículos, que después se publicarían en forma de libro, determinó el cambio de su nombre, Charles-Edouard Jeanneret, por el seudónimo de Le Corbusier, tomado de algún pariente lejano del sur de Francia. Durante esos años abrió su estudio en 35 rue de Sèvres, que permaneció abierto hasta su muerte y fue punto de reunión de tantos de sus colaboradores.
Mucho antes de esa estancia en París hizo el viaje que lo llevaría a través de los Balcanes hasta Estambul, Atenas y Roma. Entre muchas otras cosas, el periplo le aportaría el descubrimiento de la proporción clásica y nuevas ideas respecto del manejo de la luz y las formas geométricas.
Después de la década del veinte, siguió viajando en cuerpo y obra. En 1928 fue a Moscú y al año siguiente a América de Sur. Con el tiempo, entre sus muchas obras, figurarían un plan de desarrollo urbano para Bogotá y otro para Buenos Aires.
Se dedicó a la arquitectura eclesiástica en Ronchamp y en Eveux-sur-Arbresle, cerca de Lyon. Construyó el Museo Nacional de Arte Occidental en Tokio, el Carpenter Visual Art Center de la Universidad de Harvard. En 1951 fue contratado por el gobierno de Punjab para hacer el diseño arquitectónico de su nueva capital, Chandigarh, donde creó una obra tan liberada de las tradiciones locales como fiel a su entonces controvertido estilo.
Las líneas finales del discurso con el cual la Universidad de Cambridge le otorgó el título honoris causa alteran un verso de Virgilio para dar cuenta de este despliegue: "¿Hay algún lugar en el mundo que no esté lleno de obras de este hombre?"