
Sombreros y canelazos en Quito
La Ronda, una calle fundamental en tiempos de la colonia, fue recuperada por el esfuerzo de artesanos y se convirtió en un paseo imperdible de la ciudad
23 de diciembre de 2012

QUITO.- Cubrirse del sol con sombrero es una costumbre que en esta ciudad comenzó en tiempos de la colonia y se extendió hasta los años 60, cuando lanzaron al mercado un líquido para hacerse la permanente y las mujeres, principales usuarias, optaron por dejar al descubierto sus rulos. La familia de Luis López, sombrerero artesanal, atravesó entonces tiempos difíciles. El oficio dejó de rendir lo suficiente -debieron cambiar los modelos originales por gorras para niños-, hasta que, décadas más tarde, tuvo la posibilidad de instalarse en La Ronda, una reciclada calle tradicional.
Tercera generación de sombrereros (su abuelo comenzó en los años 20), Luis trabaja con su mujer y su hija en un taller-local montado en una de las cinco casas más antiguas de la ciudad, construida hace cuatro siglos y medio. "Es un privilegio ser parte de esta calle patrimonial", opina el hombre que participó activamente de su reapertura, cinco años atrás. Junto con otros artesanos, había presentado el proyecto al municipio y logró que este pequeño sector del centro histórico (vía fundamental incluso antes de la colonia, cuna de artistas en los años 30 y epicentro de malandras hasta que la cerraron) hoy sea uno de los sitios imperdibles de la ciudad.
Con técnicas tradicionales, López realiza desde típicos sombreros de paja toquilla hasta elegantes modelos de mediados del siglo XX. En su local, llamado Humacatama (cabeza cubierta, en quechua), exhibe su forma de trabajar ante los que entran al local y deseen verlo. Sus sombreros cuestan desde 10 dólares y fabrica sólo 4 o 5 cada día. "No es mucho, pero con eso vivimos. Si mi madre, que tenía diez hijos, con un sombrero diario nos mantenía. Por qué nos vamos a quejar nosotros..."
La Ronda es ahora un sector con dos largas calles empedradas que se cruzan. Puede recorrerse en pocos minutos, pero es difícil hacerlo con velocidad si uno empieza a mirar el trabajo de otros artesanos, probar empanadas de viento y, a medida que se hace de noche, beber canelazos en los diferentes bares abiertos hasta muy tarde.

Luis López - Créditos: El Comercio / GDA
El canelazo es una bebida a base de aguardiente y canela, de origen andino, que se consume caliente en la altura de esta capital. También se bebe en otros países y ciudades, pero en La Ronda es el trago por excelencia.
Por los bares y restaurantes rotan artistas con sus guitarras, para serenatas y música al paso. Tocan un par de canciones y siguen de gira. Son los mejores sitios para quedarse; en otros bares, la atracción principal es el karaoke, que se vuelve especialmente difícil a medida que avanza la noche y los cantantes aficionados le siguen entrando al canelazo.
En el café La leyenda suenan canciones latinoamericanas. Charlie Bustos toca muchos temas argentinos, de músicos como Piero. Entre los restaurantes recomendados, Los Geranios propone comida típica, ventanas repletas de flores (geranios, la flor de Quito) y una cava para degustar vinos de todas partes. Las empanadas de verde en el restaurante Negra Mala son de las mejores.
La Casona de La Ronda es un hotel boutique sorprendente en una esquina reciclada. El barrio se puede visitar de día, pero vale la pena hacerlo de noche, salvo los domingos, cuando no hay nadie, la principal vía de acceso es por la calle García Moreno.
Hay muchos otros artesanos, que fueron ganando sus lugares por concursos. Ofrecen cacao, joyas, jabones, velas, instrumentos musicales, helados paila, quesadillas, juguetes en madera... Todo realizado con técnicas ancestrales.
Quito tiene estas cosas. Casas de cuatro siglos, con trabajadores que intentan mantener su oficio, en una calle reciclada para locales y turistas, dentro de uno de los centros históricos mejor conservados del continente. El pasado está presente en las paredes, los rostros, la vestimenta. Es una ciudad que hace gala de su historia y una sociedad que la lleva siempre consigo, aunque los smartphones también se multipliquen.
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