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Sri Lanka y sus montañas de té

En una región alta y verde del antiguo Ceilán, las terrazas repletas de esta exquisita plantación se alternan con templos budistas y auténtico sabor local




COLOMBO (The New York Times).– Sin escatimar en ruidos, el hombre de chaleco caqui tomó un sorbo de su taza, frunció el ceño, entró en una especie de trance, escupió lo bebido y desató un torrente de descripciones positivas, pronunciando de manera exagerada las letras R: "Es muy refrescante, robusto, con taninos fuertes y produce una sensación de hormigueo en la punta de la lengua. ¡Un espectáculo!"
Bebí de mi taza y asentí con seriedad, como diciendo: "Está bueno, pero sigue siendo té".
Le concedí al hombre que catábamos un té excelente, cultivado en las afueras de la fábrica de procesamiento de la hacienda Norwood, donde nos encontrábamos.
Aquí, cerca del pueblo de Hatton, en la fascinante región montañosa de Sri Lanka, algunos de los mejores tes del mundo se cultivan por sobre los 1200 metros de altura. Y como el hombre de chaleco caqui (Andrew Taylor, agricultor de Norwood, nativo de Sri Lanka) había sido enfático en aclarar, todo lo relativo a esta bebida requiere de una exactitud marcial: desde las mujeres de manos pequeñas que recogen cuidadosamente las hojas, los 170 minutos que deben transcurrir para que las hojas se oxiden en una máquina y los 21 minutos de secado en bandejas largas hasta los seis minutos que aconsejaba como tiempo óptimo para consumir el té luego de que éste fuese elaborado. No obstante confesé que mis preferencias eran otras.
"El café casi no tiene efectos medicinales", dijo Taylor, burlándose, y agregó que un régimen a base de cuatro tazas de té al día me haría inmune a problemas de indigestión, cardíacos y disfunciones en general. Pregunté cuántas consumía él:
Entre cinco y seis.
Sri Lanka es una nación de desamor soleado. Un país insular de Asia meridional, acogedor y atormentado por tres décadas de guerra étnica que llegó a su fin en mayo de 2009, cuando el gobierno cingalés derrotó a los Tigres Tamiles en un brutal despliegue de fuerza. Nada menos que 100.000 habitantes de Sri Lanka murieron en el proceso. Otros 38.000 perdieron la vida cuando, en 2004, un tsunami pulverizó su costa oriental. Y aun así es posible visitar el país antiguamente conocido como Ceilán en un estado de dichosa ignorancia: apreciar elefantes y leopardos que vagan en parques nacionales o languidecer en los tantos resorts playeros de Galle, y de esa manera evitar las costras formadas por la historia.
En contraste, la región montañosa que va a través de la sección media de la isla presenta un lado de Sri Lanka auténtico, que se puede recorrer sin dejarse abatir por una sensación de culpa. Si bien se mantiene intacto a pesar de la guerra, las raíces del conflicto –el nacionalismo budista (que se evidencia en los grandes templos), los residuos de colonialismo británico (presente en sus plantaciones de té) y la militancia Tamil (manifestada en un aislado, pero impresionante acto de violencia: un atentado mortal en un templo budista)– se encuentran todas en esta zona para ser descubiertas y contempladas.
La región es notablemente más fresca, alta y verde que cualquier otra de la isla, con sus omnipresentes terrazas repletas de plantas de té. Hoy Sri Lanka es el cuarto mayor productor mundial. La mayor parte del té, y la excelente canela de la isla, proviene de esta región.
Los nombres de las plantaciones (Strathdon, Shannon, Kenilworth) son claramente anglos y muchos de sus trabajadores descienden de los plantadores tamiles traídos en barco del sur de la India para recoger las primeras hojas de té cultivadas en la década de 1860 (poco después de que los británicos concedieron a Ceilán su independencia, en 1948, el gobierno local despojó a los tamiles indios de sus derechos de voto, activando el movimiento que llevaría a la guerra).
Recorrer las colinas en ferrocarril puede parecer una experiencia seductora, pero también es engorrosa ya que los trenes se mueven lentamente por el terreno accidentado y ondulante, y salen con poca frecuencia. Opté en cambio por una camioneta con un alegre conductor cingalés llamado W. S. Yapa, quien ha estado transportando turistas y periodistas por Sri Lanka durante más de tres décadas.
Kandy, a tres horas de la capital Colombo, se encuentra en un valle junto a un plácido lago. Como la mayoría de las ciudades de Sri Lanka, Kandy, que tiene una población de aproximadamente 109.000 personas, muestra la atmósfera abierta de un pueblo que alguna vez fue pequeño y que procedió, a través de generaciones, a convertirse en una zona descuidadamente urbanizada.
En realidad, uno visita Kandy por tres razones principales: primero, para conocer los jardines botánicos reales, frente a la universidad, a unos 5 kilómetros de la ciudad. Las otras dos atracciones justificaban fácilmente el viaje. La primera era el famoso y sagrado Templo del Diente de Buda, en el centro.
Mientras pagaba 1000 rupias para ingresar (alrededor de 8 dólares), me di cuenta de que el guardia de seguridad informaba a una turista que su vestido dejaba sus rodillas al descubierto. Imperturbable, la mujer se acercó a un vendedor que estaba cerca y, por unos 25 centavos, alquiló un pareo, lo amarró alrededor de su cintura y entró. Me quité los zapatos, pasé el control y me encontré en una parte de la ciudad donde de repente todo era silencioso y ordenado.
El suntuoso templo de mármol posee dos grandes santuarios y una serie de pinturas que conmemoran la odisea del diente de Buda hasta que a fines del siglo XVI llegó a Kandy, donde reposa en un pequeño ataúd de oro. En el segundo piso hay un museo con inciensos, joyas y reliquias de la época imperial. Un piso más arriba se encuentra un monumento diferente: una exposición de fotografías que muestra la pared del templo en estado de semidemolición, resultado de una explosión en 1998, en un atentado atribuido a los Tigres Tamiles y que mató a 11 personas.
Desde el templo vagué unos cientos de metros hacia la Asociación de Arte y al Centro Cultural de Kandy, donde me encontré con la presentación de unos bailarines tradicionales y tragafuegos. La exhibición duró una hora. Al verlos saltar a través de un lecho de brasas ardientes recordé que tenía que recuperar mis zapatos. Eso hice: llamé al chofer por celular y fuimos en auto hacia las colinas sobre la ciudad, donde tenía prevista pasar una velada en Helga’s Folly.

Excéntrico y alternativo

El caos visual de este laberíntico chalet de 35 habitaciones –mezcla de obra de Dalí y estética de la familia Adams– al principio me abrumó: era como caer por un caleidoscopio de pinturas al óleo, muebles de época y fragancias picantes. Tal como atestiguaban las fotografías en las paredes, el registro de huéspedes durante los 60 años del Folly incluía a Mahatma Gandhi, Nehru, sir Laurence Olivier, Gregory Peck y Vivien Leigh. La suite donde me alojé parecía el libro de recuerdos de familia. Un cartel advertía que era mejor mantener las ventanas cerradas para que los monos no asaltaran la cocina. Mirando hacia afuera vi uno que otro mono correteando por los árboles.
Mientras comía mi exquisito cordero al curry en el comedor iluminado con velas conectado a mi suite, una mujer pelirroja, de tez pálida, con vestido de terciopelo y gafas de sol de gran tamaño se materializó desde una escalera invisible. Era la propietaria, Helga Perera. Preguntó si podía sentarse conmigo y luego dijo al mozo que trajera otro postre, su favorito personal (para ser honestos, yo ya no prestaba atención a la comida).
Cuando pregunté de qué planeta era, la señora Perera dijo que había nacido y se había criado en Kandy, que era hija de un prominente político de Sri Lanka y que su madre participó activamente en el mundo del arte Bauhaus en Berlín. Durante las últimas décadas había vivido en los aposentos privados del piso de arriba junto a su tercer marido, un ex agricultor de té, actualmente convertido en un recluso total rodeado de libros viejos.
La señora Perera explicó que su madre había diseñado este lugar para que fuese la casa familiar, "una especie de creación colectiva de artistas Bauhaus", y que todavía varios amigos artistas se alojaban en su hotel para inspirarse. Me pregunté si Jack Torrance, el escritor criminalmente bloqueado de El resplandor, podría haber encontrado un equilibrio más agradable para trabajar y jugar en Helga’s Folly.
A la mañana siguiente salí del hotel en estado persistente de estupefacción. El viaje de unos 65 kilómetros por el interior del país hacia la ciudad de Hatton demoró casi dos horas y media. Las colinas eran tropicales y se veían puestos de frutas por la autopista A-7, de dos carriles y poco tráfico más allá de los omnipresentes perros callejeros y de los taxis de tres ruedas conocidos como tuk-tuks.
A medida que seguíamos subiendo, por sobre los 1200 metros se revelaron majestuosas cascadas y terraza tras terraza de plantaciones de té. Continuamos por Hatton, más allá del lago Castlereagh, y vimos un mundo de escaleras verdes transitadas por trabajadores que cargaban pesadas bolsas.
Cuando bajé de la camioneta al aire fresco de montaña que envolvía los jardines que conducían a la cabaña donde me alojaría esa noche, de repente perdí todo recuerdo de ese lugar inolvidable en Kandy. Había llegado a Tientsin, el más antiguo de los cuatro bungalows operados en el área de Hatton por Ceylon Tea Trails, el primer Relais & Châteaux resort de Sri Lanka (construido en 1888). Poco después de que me llevaran a mi habitación (una de seis en el bungalow), el chef tocó a mi puerta y procedió a describir el almuerzo de tres tiempos y la cena de cuatro platos que tenía pensados para mí.
Me senté en el patio con vista a las terrazas y disfruté de una comida casi perfecta. Estaba a punto de pedir té cuando el gerente informó que no sería necesario: en 15 minutos tenía una cita en la fábrica de té cercana, en Norwood, con el plantador Andrew Taylor.
Dos horas después del seminario de sorbos de té con Taylor, el hombre del chaleco caqui, partí a dar un largo paseo por la plantación colindante a Tientsin.
A lo largo de las calles estrechas, los únicos otros peatones eran mujeres que llevaban hojas de té recién arrancadas en grandes sacos o montones de ramas de plantas de té para usar como leña. Los plantadores británicos habían dejado hacía tiempo las colinas: sus propiedades fueron expropiadas por el nuevo gobierno en la década de 1950. Luego, pocos años después, les fueron devueltas, aunque los tiempos de guerra que vinieron posteriormente, junto con los esfuerzos por llevar adelante una reforma agraria iniciados por el gobierno, habían desviado sus intereses hacia otros lugares.
Incluso bajo propiedad local, un aire colonial invadía la región. Las trabajadoras me dieron una cálida bienvenida y conversaban entre ellas a medida que, con sus grandes cargas, caminaban hacia el sol que se ponía, pero no tuve la ilusión de que sus vidas, con 4 dólares diarios como sueldo, fueran particularmente felices.

Absurdamente hermoso

Más tarde, solo, moviéndome a través del mar de hojas de té, pasaba por residencias que bombardeaban con música local. Detrás de mí, metido en las colinas, había un solo y radiante edificio: el bungalow Tientsin. Estaría ahí pronto.
El conductor me vino a buscar al otro día a las 7.30. El viaje en auto de tres horas y media por la A-5 hacia Ella era aún más absurdamente hermoso que el del día anterior. La ciudad misma resultó una sorpresa que recomendaría como destino sin dudarlo.
Ella tiene un cierto desaliño agradable. Las plantaciones de té y los nobles abedules comparten el paisaje con gran cantidad de restaurantes y casas de huésped en ruinas. A un par de kilómetros de la ciudad nos detuvimos en Secret Ella, elegante complejo que había abierto dos meses antes. El conserje me llevó a mi habitación de madera brillante y hormigón, y me entregó un celular para convocarlo en cualquier momento.
Aunque se estaba poniendo más helado, no pude resistir las vistas desde el patio-comedor, donde me recibieron con suficiente comida como para alimentarme cinco veces. Comí lo que pude antes de pasear por la carretera en dirección a la hermana mayor de Ella Secret, el encantador 98 Acres Resort, con su piscina aparentemente levantada sobre las terrazas de té.
Disfruté de un trago en el bar y seguí mi paseo cuesta abajo hacia Ella. De pronto, la lluvia comenzó a caer con fuerza. Empapado, llegué a un lugar llamado Curd & Honey Shop, en el cruce principal del pueblo. Aquellos que se habían reunido en el patio techado también estaban mojados: una familia alemana de cuatro integrantes, una mujer china que viajaba sola y un estadounidense aficionado a la tecnología llamado Neil, quien había dejado todo hace unos años y que ahora estaba mochileando por Asia, y cuyo destino mañana era Kandy, donde lo esperaba un curso de meditación de cinco días. Le aconsejé visitar Helga’s Folly. Luego pedí un pote de té, que costó alrededor de un dólar.
Me senté allí alrededor de una hora, mirando la lluvia mientras las propiedades de la bebida local hacían su magia en mi cuerpo. Recién imbuido y algo más seco me dirigí nuevamente hacia arriba.
Robert Draper

Hoteles notables

- HELGA’S FOLLY: delicioso universo alternativo creado por un nativo excéntrico. Lujoso a su manera. 32 Frederick E. de Silva Mawatha, Kandy; helgasfolly.com
- CEYLON TEA TRAILS: bungalows lindos y amplios. Con excelente servicio y cocina, el bungalow Tientsin con su magnífico jardín británico es un destino en sí mismo. Cuatro locaciones entre Castlereigh y Hatton; resplendentceylon.com
- THE SECRET ELLA: una nueva y elegante adicción a la cantidad de hoteles que hay en Ella. A poco más de un kilómetro de la ciudad, excelente comida que se sirve en una terraza pintoresca. Passara Road, Ella; thesecrethotels.com

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por Redacción OHLALÁ!


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