
Desde que estudiábamos en la Facultad de Arquitectura, tanto a mi esposa como a mí nos atraparon las obras de los grandes maestros, y llevábamos escondidos los sueños de conocer una de los más célebres trabajos realizados por Le Corbusier, un visionario y figura clave de la arquitectura moderna. Viajando en auto por Suiza decidimos cruzar la frontera hacia Francia y encaminarnos hacia Ronchamp, un pueblito de tres mil habitantes, a pocos kilómetros de la ciudad de Belfort.
La ruta nos llevó por maravillosos caminos de montaña, entre bosques y campos alfombrados de verde, revestidos de las florcitas amarillas que regala mayo, y serpenteando infinidad de pueblitos nos acercamos a la colina donde estaría Notre-Dame du Haut, más conocida como la capilla de Ronchamp.
Desde el Medievo, en ese significativo lugar había una iglesia destinada a las peregrinaciones. En 1913 fue destruida por un incendio y reconstruida en estilo neogótico, pero los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial terminaron con ella en 1944. Luego, una comisión llamó al arquitecto suizo Le Corbusier, que en principio no aceptó el trabajo, pero ante la insistencia visitó la colina y dio el sí, inaugurando cinco años más tarde la obra, el 25 de junio de 1955.
Curvas y contracurvas nos llevaron al estacionamiento donde dejamos el auto y continuamos a pie hasta que la vimos allí, en lo alto, la capilla, como la Acrópolis, majestuosa, blanca, parecida a una nave, rodeada de cielo y hermoso paisaje. Nos costaba creerlo. Perplejos vimos esa plástica obra que parece tan moderna y tiene más de 55 años. Recorrimos dos caras hasta encontrar la entrada. En muchos edificios, Le Corbusier obligaba al visitante a hacer eso: tener que caminar alrededor antes de ingresar. El interior, silencioso, ofrecía un sutil juego de luces y penumbras. La luz entraba por pequeños vitrales de colores, y todo eso generaba un clima místico que invitaba a la oración… Se respiraba paz.
Le Corbusier opinaba que la arquitectura es cuestión de armonías, una pura creación del espíritu, y aglutinó perfectamente en Ronchamp los tres elementos: la tierra, el cielo y el sol.
Después volvimos a la parte exterior y nos quedamos quietos, contemplándola, tomando fotos, filmándola. Se nos acercó un joven que, al escucharnos hablar en castellano, nos consultó si éramos argentinos. Le dijimos que sí, que éramos arquitectos al igual que él. Y nos preguntó: ¿Están cumpliendo un sueño?
Eduardo Schapiro
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