PUNO, Perú.- Ante todo, azul. Como un espejo profundo y frío, el lago navegable más alto del mundo parece que toca el cielo y se derrama. Son ocho mil kilómetros cuadrados de un azul zafiro frío, a pesar del sol que, irreverente ante tanto color, hiere el agua con sus rayos impúdicos y hace del lago una llama de plata que crispa el mediodía.
Escenario de leyendas y antiguos mitos cosmogónicos, el Titicaca es para los incas el lugar donde nació el Sol (Inti). Y dicen que allí, en esas aguas de extraña y serena belleza, espejo perdido en medio del paisaje reseco del Altiplano, el dios Sol creó a la raza humana.
Y debe de ser cierto que algo sucede cada amanecer, desde siempre, entre el lago y el sol; entre el amor y la furia.
Si son tantos los que aún creen que allí se inició la vida y todavía lo celebran, no es poca cosa navegar por el dios Lago y abrir los sentidos a sus misterios y a su gente: Uros, Amantani y Taquile. Tres islas, tres pueblos que en medio de tanto azul, a 3800 metros de altura sobre el nivel del mar, lejos del resto del mundo, hacen de la vida una celebración simple que se repite día a día, cuando sale el sol.
A los uros se les mueve el piso
El muelle está vacío, apenas unas pocas embarcaciones de madera amarradas al espigón; los guías, hombres de Puno, llevan las marcas que deja el sol del Altiplano en las manos y la cara. Y después, sólo el lago, siempre el lago.
Alrededor de las 8, las combis repletas de turistas empiezan a llegar. Entonces, en el muelle, algo cambia: aparecen vendedores que ofrecen pantalla solar, pilas, linternas, botellitas de agua y rollos de fotos. Los puestos de café abren sus postigos y una mujer, trenza azabache hasta sus caderas, invita e invita. Su voz rebota y se pierde. Es un ruego lejano o una especie de lamento cantado a centímetros de la cara del visitante: -Tamaleees, tamales, humitas, tamaleees...
Los lleva envueltos, como al descuido, en trozos de papel madera, bien acomodados en una canasta tejida con mimbres. Huelen rico. Y saben mejor.
Una hora después los guías acomodan a la gente en las pequeñas embarcaciones, y el muelle volverá a quedarse vacío.
Uno, dos, tres... Los motores que se encienden y quiebran el canto de los vendedores: ahora, apenas se los escucha... Al fin, el silencio les gana.
A bordo, en cambio, todo es lago, sol y el motor, que parece crepitar, que apenas tose sobre la superficie plana del agua.
Al cabo de cuatro horas, ante los ojos saturados de azul, plata y más azul, aparece Uros, el primero de los tres misterios del Titicaca.
Como un espejismo, en medio de un paisaje de agua redondo y sin fin, Uros, un isla hecha de juncos de totoras. Y en ella, hombres, mujeres y niños que sonríen y saludan. La isla flota, no se hunde, ellos siguen saludando.
Parecen náufragos en su pequeña tierra de no más de una manzana. Pero están ahí, son reales, y siguen saludando.
Por detrás de ellos se ven las chozas, sus casas, como pequeñas carpas canadienses construidas con las mismas totoras del suelo que pisan. Alrededor de la isla flotan las totoras, pequeñas embarcaciones tejidas con sus juncos, que están amarradas a la orilla por una soga hecha, claro está, del único material que el lago les ofrece.
El guía acerca la embarcación (modernísima, teniendo en cuenta el panorama) a la orilla vegetal. Entonces, el desafío: animarse a sacar un pie del barquito y pisar...
Se mueve. El piso se mueve. Es como un gran colchón de agua. Y caminar es como dar un paseo por las nubes. Al tercer paso, el cuerpo empieza a acostumbrarse y a disfrutar. La atención se amplía y se ve un poco más: un mangrullo de junco, con escalera y todo.
-Es para ver a los turistas que llegan -dice ella. Tiene la piel casi negra y una sonrisa inmensa con dientes blanquísimos. Usa sombrero, todas usan sombrero. Llevan el pelo largo hasta las caderas y trenzado, como aquella mujer de la orilla, como todas las indígenas del Perú.
-Llevá tapiz de los uros. Mirá, a máma cocinando, a pápa pescando con Sol. Mirá, llevá tapiz de los uros... Mirá.
Ellas tejen la historia de los uros en esos tapices que venden por ocho dólares, poco más, poco menos. La superficie de un paño es suficiente para contar la vida de estos habitantes del agua: la mujer más anciana es la encargada de cocinar, arte minucioso que consiste, entre otras cosas, en mantener una fogata encendida sin que se incendie el resto de la isla. En ese fuego se asan los pescados que los hombres traen del lago, junto con las raíces de totoras que son su único alimento.
Cada quince días hay que agregar nuevas capas de tejido al piso, porque el agua pudre la capa inferior. Y, si el dios Lago se enoja y hay tormenta, ellos suben sus chozas a las totoras y se van a Puno, hasta que pase la tempestad y puedan regresar para reconstruir la isla. Todos realizan a diario ceremonias al dios Sol, y al dios Lago.
Ellas se encargan de la crianza de los niños y de enseñarles las costumbres de los uros. Al crecer, ellos se casarán y tejerán su propia isla, para los nuevos niños que mantendrán viva la historia de los uros, en medio de tanto azul, tan lejos del resto del mundo.
El sol sigue su ruta de todos los días, el barquito se apronta a zarpar y ellas se quedan sentaditas en la isla, rodeadas de sus tapices, y de sus guaguas (niños).
El barquito se aleja y el cuadro se repite: rostros oscuros que sonríen, palmas blancas que saludan.
En dulce montón
Otra vez a navegar. Ahora, Amantani.
Un grupo de campesinas espera, ahora sí, en tierra firme. El guía distribuye al pequeño contingente en grupos de a dos o de a cuatro y les asigna una mujer.
Ella será la anfitriona por el resto del día. Habrá dispuesto una habitación en su casa, preparará la cena y presentará su marido y sus hijos a sus huéspedes. A la mañana siguiente acompañará a sus invitados hasta el muelle, para que se reúnan con el guía y con el resto del grupo. Amantani es una isla de campesinos agricultores. Desde la ventanita de la habitación se ven todas las casitas de piedra y adobe, con techo de chapa; se ven la escuela, la plaza y las parcelas con cultivos de papas, muña, quinua y los montoncitos de chuño puestos al sol, en los techos de las casas.
La quinua es un cereal. La muña, un arbusto con hojas que dan un aroma parecido al del eucalipto. Por sus propiedades medicinales, en la isla la usan para aliviar catarros: dilata naturalmente las vías respiratorias y amengua el mal de la altura. El chuño es la papa que han puesto a congelar a la intemperie, durante las heladas del invierno. Luego, las que van a ser consumidas de inmediato se sacan al sol, para que el calor las descongele.
Las mujeres usan faldas de colores tan brillantes como el lago y un paño a la cabeza que les cae hasta las rodillas. Los hombres usan el mismo paño, pantalones amplios y unas sandalias gastadas, casi inexistentes, iguales que las de ellas. Trabajan la tierra hasta que se pone el sol, luego vuelven a sus casas a compartir la cena con sus familias.
Pero la noche es tiempo de juegos y relatos. Como no hay luz eléctrica, es el momento de sacar las linternas, lo que implica un misterio muy tentador para los niños... Y para la mujer y el hombre de la casa, que también esperan entusiasmados a los excéntricos viajeros con linternas. Porque les cambian, por una noche, sus juegos habituales.
Sólo conocen un juego. Inocente. Sólo uno, y les encanta: iluminarse las caras con la luz de las linternas; esto produce carcajadas y carcajadas. Y la inocencia y las risas se contagian.
Cuando el juego termina, la familia se va a dormir, pero uno de los niños acompaña a sus huéspedes (linterna en mano) hasta la plaza. En una cantina, un grupo de otros niños toca melodías incas con quenas y pincullos.
Tras dos horas de bailar y palmear al ritmo de tanta música, el pequeño anfitrión indica que es hora de volver a casa. Un cielo pesado de estrellas cubre la isla, que hace rato está dormida.
Sale el sol. La porción de tierra se despierta. La mujer prepara el desayuno: sopa de quinua, huevos fritos, arroz, chuño y un mate de muña... Hay que animarse. ¡Salud, y que aproveche! Los niños de la casa ya están listos para ir a la escuela y los huéspedes de las linternas, para seguir viaje.
Taquile, el último misterio
Nuevamente el lago y el cielo de idéntico color. Mientras el barquito navega el azul infinito y tranquilo del Titicaca, la experiencia de Amantani se asienta en la memoria: se disgregan los tonos anaranjados y violáceos del atardecer en la isla, y se mezclan con la sensación que la noche pesada, henchida de estrellas dejó en las retinas y en los párpados. Porque para ver el lago no alcanza con los ojos. El Titicaca se conoce con la vista, el oído, el tacto, el gusto, y el olfato. El Titicaca se vive con todo el cuerpo.
Y así, acomodando imágenes y experiencias, como postales que palpitan desde adentro, el barquito va llegando a Taquile.
Y el lago que no da tregua. Ahora aparece una mujer con gorro verde y falda roja recogida por delante hasta la cintura que se acerca. Un hombre con un gorro de muchísimos colores y pompón caído, la acompaña. Detrás de ellos, vienen dos, tres, seis... Muchos. Y todos visten igual.
-Bienvenidos a la isla de los mejores textiles del mundo -anuncia el guía.
Taquile es una aldea pequeña. Calles angostas de adoquines desparejos. Cordones irregulares a los pies de las casitas blancas con aire mediterráneo, y con los marcos de las puertas y ventanas hechos con las piedras que la isla provee.
Como el suelo no es tan bueno para la agricultura, los taquiles hacen sus pequeños cultivos en terrazas, como todo el Perú.
El principal atractivo no son los colores de los distintos sembrados, como en Amantani. El atractivo de Taquile está en su gente y en sus talleres textiles, en los que ellos, cada día, tejen, cosen y bordan ideando, constantemente, técnicas diferentes.
Crean gorros, blusas, faldas, mantos, fajas; con hilos finos, gruesos, de colores claros y oscuros que se mezclan y forman texturas a veces rugosas, a veces suaves, pero que siempre dan ganas de tocar. Los venden por bastantes dólares más que los tapices de Uros.
-Esa joven es soltera y busca enamorarse -dice el guía.
Una mujer de piel oscura, de falda levantada por delante, sujeta a la cintura con dos flores enormes, se acerca acompañada por un hombre, también joven, que lleva un gorro tejido con hilos de muchísimos colores brillantes y pompón colorado que le cae sobre el hombro izquierdo.
Sucede que en Taquile, si una mujer está casada, usa la primera de sus tantas faldas caída por delante; en cambio, si aún no contrajo matrimonio, la levanta hasta la cintura.
Lo mismo vale para los hombres: si aún no han formado una familia, el pompón del gorro cuelga sobre uno de los hombros, si ya se han casado, el pompón cuelga por detrás, debajo de la nuca.
Con estas señales, ellos sabrán a qué mujer cortejar, y ellas, de quién no pueden esperar cortejo.
Como reza la antigua canción:
Todas las chicas llevan en el vestido / un letrero que dice: busco marido. / Todos los chicos llevan en el sombrero / un letrero que dice: casarme quiero...
El atractivo de Taquile está en su gente, como personajes escapados de una página de Hans Christian Andersen. Está en la atmósfera, de ensueño que se siente... como en tiempo de juglares, pero con aire de duendes.
Al fin llegará la hora de embarcar por última vez, para volver al continente. Hay que aprovechar las seis horas de navegación, y llenarse los ojos de sol y de lago.
Del sol y del lago que, como todos los días, juegan, pelean entre el azul y el plateado; y, como todos los días, gana el azul, porque el Titicaca es, ante todo, azul.
Soledad Pita Romero