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TOKIO Mil caras de una metrópoli

Víctima de la falta de espacio que sufre todo el país, la capital japonesa recurre al ingenio para lograr una síntesis ordenada y funcional de cosmopolitismo y tradición; las opciones para el visitante se despliegan en un abanico interminable




TOKIO.- En medio de la crisis financiera que se abate cada semana, desde hace aproximadamente un año, sobre los mercados de capitales del mundo y que ha tenido al índice Nikkei como protagonista excluyente, los japoneses empiezan a experimentar los primeros síntomas de una rara enfermedad que parecía haberse marchado para no volver:la crisis.
De hecho, el ingreso per cápita de los nipones, que se ha colocado en las últimas décadas entre los primeros del mundo gracias a la potencia de su industria (ronda un promedio de 20.000 dólares anuales), empieza a retroceder levemente; las exportaciones no son hoy tan prósperas como en la década del ochenta (la del difundido boom económico de este pequeño archipiélago) y el desempleo, que por años no aumentó más allá del 2 por ciento, ahora se ha duplicado.

Crisis, qué crisis

Tokio y el estilo de vida de su gente son una acabada muestra de los múltiples logros del resurgimiento japonés de la posguerra.
Contrariamente a lo que podría pensarse, el viajero que llegue a la capital japonesa se encontrará con que varios de los míticos atributos y rasgos que en Occidente se les atribuyen a los hijos del Sol Naciente (cierta timidez y un callado misterio) van desapareciendo de las costumbres y tradiciones del hombre y la mujer tokiotas de hoy.
Esto no quiere decir que las tradiciones milenarias hayan sido suplantadas por la occidentalización. Por supuesto que no es raro observar, sobre todo en las parejas mayores, cómo el hombre mantiene un rol de superioridad y dominio que es seguido mansamente por sus esposas.
Vaya una postal: en un viernes otoñal, una pareja de entre 50 y 60 años se dirige a una fiesta en el salón de un gran hotel; el marido, luego de descender discretamente de su magnífico coche japonés de lujo (que poco tiene que envidiarle a un Rolls o un sedan Mercedes de gran clase), caminará con la frente erguida mientras su mujer lo sigue, discretamente, algunos pasos detrás.
Un detalle importante es la indumentaria: él, indudablemente, irá vestido con un pulcro y bien cortado traje de estilo occidental, con camisa y corbata blanquísimas, mientras que ella lucirá un complicadísimo y pesado quimono de pura seda -todo un desafío al movimiento corporal- y llevará el maquillaje, peinado y ornamentos propios de tales galas.
Por supuesto que la pareja en cuestión no llamará la atención de los transeúntes, que indiferentes pasan caminando rápidamente a su lado.
Y es que la diferencia o la ruptura en las costumbres la van imponiendo las nuevas generaciones.
Tokio está repleto de tribus urbanas que, en mayor o menor medida, se hacen eco de las tendencias que provienen del extranjero.
Pasear por Ginza, el distrito más exclusivo y caro del centro de Tokio, es estar en la pasarela en la que los yuppies locales -y muchos extranjeros- son la presencia excluyente.
Mujeres altas y delgadísimas, vestidas por Gaultier o Versace, y que en muchos casos podrían estar pasando los diseños de esos divos de la moda en París o Milán, deambulan por la calle Chuo Dori (la más importante del lugar) o por entre las costosas tiendas de esa exclusiva zona con aire entre misterioso e inalcanzable, mientras cierran (supone uno) algún trato corporativo millonario a través de sus teléfonos celulares. En sus manos no falta -para ser exhibido, claro está-, el packaging distintivo de algún objeto o prenda recién adquirido en las carísimas boutiques (en Ginza dan el presente todas las grandes marcas del mundo).
Los varones, también vestidos con Armani o Boss, responden por igual a la tipología del joven hombre de negocios multimillonarios: de aspecto impecable y atildado, se los ve dirigirse solos o en grupos a la gran cantidad de bares y restaurantes que hay en el lugar.
Un dato a tener en cuenta en Ginza: sus locales gastronómicos deben figurar entre los más caros del mundo. Este cronista no pudo ocultar su asombro al constatar el valor de dos rondas de cerveza consumidas por un grupo de ocho personas en una taberna de estilo country western: 1200 dólares.
Por fortuna, se trató de una invitación y menos mal que en Japón no se estila dar propinas.

Raros peinados

Cabe anotar una característica común a las nuevas generaciones y ésta es la de la actitud: mujeres y hombres por igual tienen un porte citadino amable, pero distante; son corteses con el extranjero y se dirigen a éste en términos de igualdad. Los jóvenes se ven distendidos y seguros de sí mismos, orgullosos de sus logros, lo que se demuestra en su lenguaje corporal; la gran mayoría son discretos, aunque entre los grupos de adolescentes es frecuente llamar la atención con gritos y grandes risotadas en público, amén de las indumentarias que los identifican y diferencian del resto.
Y retomando aquello de las tribus urbanas, Roppongi, al este de la ciudad, es el distrito de la diversión y el lugar en el que se mezclan personajes de todo aspecto y pelaje.
Rincón cosmopolita por excelencia, Roppongi es la zona que atrae al mayor número de los extranjeros que viven o visitan la ciudad, que se mezclan entre grupos de punks, hip hoperos, skaters o chicos de aspecto decididamente grunge, por citar sólo algunos.
Allí tiene su lugar el Hard Rock Café y también numerosos bares y discotecas; entre los primeros, la onda tex-mex parece ser el gran furor del momento, aunque no faltan los reductos en los que se imponen los ritmos brasileños o salseros. Los bares temáticos y los cibercafés, por supuesto, están a la orden del día.
Entre las discotecas, hay muchas que se asimilan a propuestas más o menos similares a las que pueden hallarse en otras ciudades del mundo (Lexington Queen es, quizá, la de mayor reputación), y se confunden en la intrincada marea de Roppongi con locales en los que la apuesta son el erotismo y los desnudos. Otro centro de diversiones nocturnas está en Asakusa, donde las discotecas, clubes y bares ofrecen propuestas variadas.
La mayoría de los locales nocturnos de la ciudad cobra la admisión: nunca baja de los 20 dólares por persona (y puede ascender a los 100, 200 o 300) y por lo general da derecho a una o dos consumiciones; en muchos sitios, las mujeres no pagan por ingresar.

Héroes de la clase trabajadora

Los tokiotas son gente abiertamente consumista. Beneficiados por los altos salarios (el sueldo de un operario fabril ronda los 4500 dólares, valor que va ascendiendo en la medida que los empleos son más calificados), asediados por la continua oferta de productos y siempre atentos a los dictados de la moda, los nipones encuentran en el shopping uno de sus pasatiempos favoritos.
Entre los extranjeros que viven en la ciudad o entre quienes la han visitado con asiduidad es conocida la costumbre de los locales de tirar a la basura todo aquello que ha sido reemplazado por una nueva adquisición, aunque los artículos desechados apenas hayan sido usados. Entre los más jóvenes, en oposición a sus mayores, que quizás atravesaron las penurias de la temprana posguerra y conocen las virtudes de la moderación y el ahorro, la liberalidad en los gastos es cosa común.
Claro que a la hora de divertirse, muchos tokiotas, como una inmensa mayoría de sus connacionales, adhiere a los dos entretenimientos más populares y difundidos en todo Japón: el karaoke y el pachinko.
El primero puede llevar al segundo, y viceversa.
Los locales de karaoke o canto bar pueden encontrarse en cualquier rincón de la ciudad.
Con frecuencia están ubicados cerca de las estaciones de trenes y subtes, y algunos pueden llegar a ser muy sofisticados: tienen varios pisos, entre los que se puede optar por diversas modalidades o niveles.
Cuando un grupo llega al karaoke, generalmente se le asigna una sala o reservado; allí se brinda el servicio de bar y bebidas, mientras que los participantes seleccionan canciones (occidentales y japonesas) de un extenso listado. Elegido el tema, se procede a pedirlo a través de un pequeña computadora en cuya pantalla aparecerá luego la letra.
Lo que sigue es más o menos conocido: tomar aire, carraspear profundo, deshacerse de algún vago miedo escénico y largarse a cantar sin ponerse colorado (en lo posible). La muy buena cerveza japonesa ayuda a que, con el correr de los minutos, la cosa salga más o menos digna.
El pachinko merece un capítulo aparte y debería ser objeto de una larga serie de estudios y ensayos sociológicos. Es un juego de azar originario de la ciudad de Nagoya y que en los últimos años se extendió como reguero por todo el país.
El juego por dinero está prohibido en Japón, y el pachinko, digámoslo de algún modo, no viola las normas. Su funcionamiento es bastante complejo y se asemeja al de una máquina de pinball, sólo que en este caso hay miles de esferas metálicas, pequeñitas, que recorren el tablero y que entran y salen de los diferentes vericuetos que hay en él (todo el proceso es mucho más complejo).
Pero si Ebisu, Daikokuten, Bishamonten o cualquiera de las siete deidades japonesas de la fortuna le sonríen, la máquina empezará a escupir -al mejor estilo de las tragamonedas- cientos de esferas metálicas que deberán ser recogidas en una canasta dispuesta para ello y que usted (¡ganador!) deberá presentar ante el cashier del local para su recuento; terminada la operación -que se hace en una máquina cuentabolitas o algún dispositivo similar-, recibirá el pago en especies: caramelos, chocolates o cualquier golosina.
Pero no se aflija por lo magro de la recompensa y mucho menos quiera consolarse consumiéndola: espere. Siempre hay algún conocedor de estas cuestiones que lo guiará, sígalo sin temor, pues probablemente lo conducirá hasta una puerta metálica en la que se deben dar dos o tres golpecitos de llamado.
Acto seguido, se abrirá una ventanilla de la que emergerá una mano extendida en actitud de quien pide que se le entregue algo -igualito que en Las manos mágicas, ¿recuerda?-: dele sin retaceos su suculenta recompensa a la mano y aguarde unos instantes, porque ésta le entregará tres o cuatro crujientes billetes de 10.000 yenes (unos 30 o 40 dólares).
Si usted no puede con su curiosidad, tal vez su guía ocasional le informe que acaba de tener un contacto fugaz aunque fructífero con la famosa Yakuza (léase la poderosa mafia local, improbables héroes de la clase trabajadora), y también podrá enterarse de que la adicción que genera este juego puede llegar a extremos insospechados.
Se han dado casos en los que madres de familia fueron denunciadas por abandono de sus hogares, se destruyeron matrimonios bien avenidos por el juego y, claro, se amasaron pequeñas fortunas en estas salas, que en su aspecto guardan alguna similitud, lejana... pero similitud al fin, con nuestras salas de bingo.
Juan Santa Cruz

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por Redacción OHLALÁ!

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