
NUEVA YORK (The New York Times).- En algún momento de mi vida, devine en turista. Probablemente lo haya sido desde siempre, aunque nunca me gustó tenerme por tal. Me ufanaba de viajar siempre por motivos más importantes que el mero placer. No era uno de esos que chancletean por las salas de la Galería Nacional de Londres, o regatean en los mercados indígenas de Oaxaca. Yo iba a trabajar en serio; era un viajero, no un turista. Como joven corresponsal, buscaba el reportaje y no la diversión.
Aun cuando me asaltaran fuertes ganas de remolonear, nunca cedí a ellas... hasta aquella vez, en Colombia, en que aprendí que había mucho más en oferta. Alrededor de una docena de corresponsales norteamericanos viajamos a Bogotá para cubrir una conferencia política. "Vayamos a conocer la Catedral de Sal", propuso un colega en plena conferencia. Al principio, me excusé alegando que tenía mucho trabajo. Luego, cambié de idea, como si capitulara.
En el silencio blanco
Pasaron veinticinco años y todavía recuerdo la Catedral de Sal, excavada dentro de una mina de sal y dedicada a los mineros. Mantengo grabada la imagen de una bóveda altísima, elevándose hasta desaparecer en el silencio blanco agrisado; los nichos tallados en las paredes de sal, donde moraban los santos; los parcos toques de oro en el altar, centelleando débilmente.
"No sé de dónde viene la vergüenza de ser turista", escribió Gabriel García Márquez en Mirando llover en Galicia . Y declaró que al viajar "asumo mi papel de turista sin avergonzarme". Me pregunté lo mismo, investigué un poco y quedé con la impresión de que este prejuicio era muy intenso, si no exclusivo, entre los ingleses y los norteamericanos.
Según el Oxford English Dictionary, la palabra inglesa tourist (turista) apareció impresa por primera vez a fines del siglo XVIII como sinónimo liso y llano de traveler (viajero).
Tal sinonimia duró hasta mediados del siglo siguiente. Luego, el sustantivo turista empezó a atraer a una pandilla de calificativos desagradables: molesto, vulgar, ruidoso. Los centros arqueológicos y culturales de Europa y Medio Oriente se atestaron o se llenaron de turistas; se decía que los rondaban, como si fueran espectros. A principios del siglo XX, turista y viajero seguían siendo sinónimos, pero sólo técnicamente. Los viajeros eran aventureros de mentalidad independiente que deambulaban solos por comarcas remotas, buceando en sus culturas exóticas. Los turistas iban en grupos a lugares muy visitados, siguiendo a sus guías como sigue el rebaño a su pastor.
Cómodo y familiar
El académico Paul Fussell, anglófilo y autor de un ensayo sobre los relatos de viajes, describió el turismo como una imitación del verdadero viaje: "Nos tranquiliza con lo cómodo y familiar, nos protege de los impactos de lo novedoso y lo raro. (...) El turismo requiere que veamos las cosas convencionales de una manera convencional".
A comienzos de los años 90, siendo corresponsal en Londres, asistí a la aparente desintegración de una antigua demarcación del comportamiento. Hasta entonces, los ingleses de la clase trabajadora que podían costearlo huían cada verano a la Costa del Sol. Se bronceaban, abrían tabernas y vendían pescado con papas fritas. No tardaron mucho en afincarse allí, una vez jubilados. Los ingleses de clase alta, siempre empeñada en evitar a los simples turistas, buscaron los rincones apacibles de la Toscana. Restauraron granjas rústicas y, de regreso en casa, en sus cenas sociales, se explayaron en comentarios efusivos sobre la belleza de los pueblos serranos, la luminosidad de los girasoles, la excitante Florencia renacentista.
Los periodistas de vacaciones relataron sus experiencias reveladoras. A poco, sus lectores, deseosos de vivir las suyas, empezaron a llegar hasta la vieja ciudad del Arno y casi de la noche a la mañana, entre los londinenses de la alta sociedad circuló un nuevo apodo despectivo: Florencia se había convertido en Chiantishire. Había sido descubierta; ahora pertenecía al rebaño.
Lo único que podemos hacer de cara a las muchedumbres es eludirlas si ofenden nuestra sensibilidad. Existen porque hoy día muchas personas disponen de dinero y gustan gastarlo en viajes. Viajan por negocios o para huir del trabajo; a visitar parientes o amigos; a descansar; en busca de nuevos escenarios para sus ojos cansados, diversiones vulgares (Las Vegas) o placeres más sosegados (museos, castillos).
Un millón más uno
Hay algo que sí podemos decir respecto de ese vagabundeo en todas sus variantes: el descubrimiento es siempre una posibilidad, pero nunca una certeza. Además, siempre es personal: al avistar por primera vez el Pacífico, podemos quedar tan impresionados como Balboa, o recordar aquella canción de Peggy Lee: Y eso es todo? En verdad, no importa en absoluto que millones de personas nos hayan precedido allí, en las Pirámides, el Partenón o las cataratas del Iguazú.
Los más decididos en su búsqueda de las gratificaciones prometidas -placer, discernimiento, toma de conciencia, recreación, tonificación- tal vez jamás las encuentren, en tanto que quienes no persiguen ninguna sensación extraordinaria pueden cosecharlas todas. Ya lo dijo Walter Kerr en su libro La declinación del placer : "Se diría que en esta vida perversa que llevamos hay ciertas experiencias que no ceden ante una orden, sino tan sólo ante una capitulación".
Traducción de Zoraida J. Valcárcel
Richard O´Mara
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