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Un gigante entre el cielo y la tierra

El Everest siempre marca la meta en Nepal, tierra de aventuras que se puede disfrutar de muchas formas; una de las mejores es hacer cumbre desde la ventanilla de un avión




KATMANDU, Nepal.- Esta ciudad, con la gran cantidad de templos y la belleza del paisaje de su valle a la sombra de los montes Himalaya, satisface el deseo de encontrar el Oriente legendario, el que todos los occidentales alguna vez soñaron alcanzar.
Este país cuenta con las mayores montañas del mundo y, por lo tanto, llegar aquí y no admirar el Everest, la más alta, es como pasear por París y no subir a la Torre Eiffel. El monte asoma con el encanto de un destino exótico, lejos de esta ciudad. Tan distante que podría decirse que no está visible a los ojos de Buda, cuyas imágenes se multiplican en Katmandú.
En realidad, el Himalaya es la gran muralla bajo la que se extiende el reino de Nepal, y entre esos picos helados y las muchas más modestas colinas de Mahabharat, se esconde el valle de Katmandú, un pequeño mundo habitado desde tiempos remotos.
Contemplar, aunque más no sea parcialmente, la imponente silueta de piedra del Everest, famosa en el mundo, requiere un breve viaje en avión y, si es posible, acompañado de unos buenos prismáticos.
El aparato, de la Buddha Air, despegó del aeropuerto local por la mañana temprano cuando todavía el calor no era intenso. El viaje era especial para contemplar una obra maestra de la naturaleza, tallada por el tiempo. No hacían falta botas de escalada ni grapones, pero sí una dosis de rapidez para ganar antes que los otros pasajeros un asiento adecuado en la cabina, lo más lejos posible de las alas, para evitar que éstas interfirieran la visión. A medida que el avión avanzaba eran visibles, nítidamente, a la distancia la crestas del Himalaya. También se gozaba de una de las mejores vistas de sierras escarpadas entremezcladas con valles profundos y fértiles, con sus abundantes y diversos cultivos en terrazas. Atrás quedada Katmandú, una ciudad apasionante, signada por leyendas y misterios.
Desde la ventanilla podía apreciarse la magnificencia de los picos y hasta distinguir en otros menos elevados, sin nieve, cómo viven, prácticamente colgados de éstos y en medio de inmensas soledades, muchos de los pobladores. Los hombres que habitan sus faldas formaron en ellas tranquilas aldeas.
Hay ciertos valles en los que no se puede construir viviendas de ninguna clase, por el peligro constante de los aludes. Estos, con frecuencia, se deslizan como trineos monstruosos. Bastaría un simple grito para que el alud se desprendiera de la altura. El avión no se acerca a las montañas para evitar que el ruido de sus motores provoque avalanchas.

Vestidos de blanco

Un rato sentado en la cabina y ya empiezan a desfilar, por la ventanilla, los picos que dan fama a este país y a los que se les adhieren adjetivos como impresionante, maravilloso y fascinante.
¡Qué vista! Es el panorama de las montañas, coronadas de nieve, que parecen abrazarse al cielo, elevándose por encima de otras más pequeñas, como las que antes habíamos visto, envueltas entre nubes. A lo lejos, los picos más elevados parecen un grupo de gigantes amenazantes. Con un plano en la mano distinguimos, entre otros, el Shisha Pangma, con 8013 metros, y los montes que lo flanquean. Miramos extasiados y hasta descubrimos que la nívea blancura de sus cumbres se tiñe de rosado, con el beso del sol. Luego, un pico de hielo y roca, el Cho Oyu, con 8201 metros, aparece majestuoso sobre el horizonte, y algo más adelante, emergiendo entre las nieves perpetuas, el perfil gélido del Shisha Pangma. En forma ininterrumpida aparecen otros picos imponentes.
El avión se cruza con las nubes y después da la impresión de que casi roza con sus alas las montañas. Tras unos minutos, por fin se divisa el Everest y el aspecto que ofrece en la mañana de abril es grandioso en extremo.
Tan grande es la impresión que causa a la vista la cumbre más alta del planeta -8848 metros- que hace pensar que es un privilegio para los ojos disfrutarla. La imponente mole de piedra nos muestra que la naturaleza no tiene límites.
El monte semeja realmente un gigante que esconde en las nubes su nevada cabeza. Separa con los otros picos la frontera entre Nepal y China. Parece muy poco hospitalario, pero ha permitido que exploradores intrépidos recorrieran sus laderas. Entre los montañistas nada inspira mayor admiración que haber escalado el Everest.
Aunque los occidentales le dieron el nombre del coronel británico George Everest, encargado en 1852 de efectuar el trazado cartográfico de la India, los nepaleses, por su parte, lo denominan Sagarmatha (aquel cuya cabeza toca el cielo) y los chinos, Chomologma (diosa madre del mundo), nombre derivado del tibetano.
Esta maravilla natural se encuentra en una región en la que las montañas elevan airosas hacia el cielo azulado las cimas coronadas por nieve perpetua. Pero como el Everest se halla entre otros montes muy altos, nunca parece tan elevado como si estuviese solo. Ante el macizo, maravilla pensar que por elevado que sea, el hombre ha osado escalarlo, desafiando el escarpado acantilado de sus empinadas laderas. Muchas fueron las expediciones que han intentado conquistar el Everest, pero algunas fracasaron y sufrieron pérdidas humanas. El Everest fue conquistado por primera vez el 29 de mayo de 1953 por el alpinista neozelandés Edmund Hillary y el sherpa nepalés Norgay Tensing. El primero formaba parte de la expedición inglesa encabezada por John Hunt. Desde aquel entonces, año tras año, centenares de alpinistas acuden a Nepal para ascender a alguna de las cumbres de más de 8000 metros de altitud. El derecho de ascenso al monte cuesta 50.000 dólares; además es por turno y la reserva, en algunos casos, requiere varios años de anticipación. Más de doscientas personas han llegado a la cima y algunas de ellas hasta cuatro o cinco veces. En las superficies visibles de este monte se observa un terreno llano, nivelado, donde son perceptibles las ondas de nieve. A veces ofrecen el aspecto de un mar agitado; otras, de olas ligeramente escarpadas. La nieve recién caída y seca es la que se presta a tales caprichos del viento.
En las inmediaciones, las nubes toman diferente formas y ofrecen el aspecto de plumas delicadas, sutiles. En otras partes, semejan grandes masas de lana o algodón.

La montaña asesina

Lo que convierte al Everest en una montaña asesina es que sus fríos, sus vientos y las dificultades que plantea su escalada se acumulan a una altura que, por sí sola, disminuye la resistencia del montañista.
El esfuerzo llega a extremos de que el montañista, a cierta altura, nota las piernas tan pesadas que parecen atornilladas al suelo, su pulso se acelera, su visión se empaña y el pico que lleva en la mano lo abandona.
Según un veterano del Himalaya, Frank Smythe: "En el Everest es un esfuerzo cocinar, es un esfuerzo hablar, un esfuerzo pensar, casi un esfuerzo excesivo vivir".
Contemplando las montañas que dejábamos atrás en nuestra marcha y que parecían anunciarnos próximas sorpresas, sentimos que el viaje se desplegaba ante nuestro ojos como un cuadro pintado por un gran artista.
De regreso al aeropuerto, un folleto, impreso por la compañía aérea, advierte que, si bien el pasajero no experimentó las vicisitudes de escalar el Everest, el viaje le sirvió, al menos, para que le tocara el corazón.
Con la carga a cuestas: los habitantes del valle de Katmandú usan un antiguo pero efectivo método de transporte: suspender las mercaderías en los extremos de una caña de bambú que mantiene el equilibrio sobre sus hombros.
De lo más panchas: en la plaza central de Baktapur, una ciudad vecina a Katmandú, las vacas toman el primer sol de la mañana a pasos del templo Vatsala Durga y nadie osa perturbarlas, porque su carácter de sagradas es ampliamente respetado.
Por Julio Aguirre Chaneton
Enviado especial

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