Conocía las cataratas del Iguazú. Bellísimas siempre, con mucho o poco caudal, imponentes. Las vi llenísimas de agua, arrasando pasarelas y vi sus saltos con poquísima agua, pero siempre con su rumor inconfundible.
Decidí mirarlas desde otros puntos. Subí a un semirrígido e hice la navegación por los rápidos del Iguazú hacia la Garganta del Diablo. Tener las Cataratas sobre la cabeza y mirar hacia arriba es un nuevo espectáculo que asombra. Subí a un helicóptero. Sobrevolamos la selva marginal del río Iguazú hasta llegar a los saltos. Desde lo alto son el dibujo perfecto de una postal. Volando sobre ellas da la sensación de ser parte de la naturaleza. Me faltaba algo más: verlas a la luz de la luna. Esta vez subí al trencito, que nos llevó hacia el borde mismo de los saltos. No había luz, sólo la luna llena. La visión que tuve era de enormes fantasmas, totalmente blancos que caían sobre una espuma brillante. Al regreso nos esperaba una larga mesa, iluminada solamente con antorchas, llena de frutas y regada con caipirinha, como final de una noche muy especial.
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