Por Ezequiel María Dondiz
Después de una semana recorriendo Guatemala , era hora de cargar las mochilas para afrontar el siguiente desafío: Honduras.
Ocurrió, entonces, una de las cosas más lindas de viajar: cuando ese papel donde dibujamos un riguroso esquema comienza a tener borrones y tachaduras. Es que, cuando algún viajero fortuito nos cuenta con inconfundible brillo en los ojos sobre ese lugar fantástico y desconocido, no hay más que discutir. Roatán quedaría para otro momento: era tiempo de visitar Útila, una de las islas de la bahía de Honduras, en el Caribe, reconocida por sus arrecifes de coral. Nosotros tres, de Buenos Aires, y dos compañeros de ruta de Córdoba y Paraná, comenzamos así una aventura memorable en ese increíble mundo que existe debajo del mar.
Ni el agua turquesa, ni la arena blanca; la esencia de Útila es el buceo. Y en ningún momento imaginamos, en nuestro recorrido desde San Pedro Sula, que estaríamos veinte metros bajo el mar contemplando el universo subacuático. Instruidos por un catalán fenomenal, aprendimos durante días de intenso entrenamiento las variables del gigante azul; cómo controlar la presión, cuidar los oídos y también qué hacer cuando nos quedamos sin aire. Por las dudas, ¿no?
Algo no andaba bien
Así transcurrieron nuestros días en la isla hondureña. Despertar al alba entre mates, esperar el campanazo del capitán y, antes de subir a la barca, vestirse para ir a trabajar. Calzarse el chaleco, probar los reguladores, chequear la presión del cilindro y ponerse el cinturón de plomo. Al poco tiempo, salía de memoria, como el Boca del 98.
Cada mañana y tarde la barcaza nos arrojaría en distintos rincones del mar utilense. Peces de colores, suelos repletos de corales, naufragios y acantilados inmensos que llegaban al infinito, nos mostraron un paisaje absurdo y encantador.
Nuestro capitán, nacido en Barcelona, estimó completa la instrucción y, entre abrazos, nos envió con dos instructoras nuevas a la última sesión del viaje. Así, recorrimos con un numeroso grupo de buceadores lenta y tranquilamente cada recoveco, admirando absolutamente todo. Pero, de repente, algo no andaba bien... los pulmones de mi amigo Francisco habían consumido todo el aire permitido en la mitad del tiempo previsto. En lugar de salir todos del agua -como nos habían enseñado-, las jóvenes instructoras tomaron otra decisión. "Ustedes, vayan juntos". Gesticulando con las señales que ya conocíamos y para evitar terminar tan rápido la inmersión grupal, Francisco, sin aire, consume del mío. Yo, con el regulador negro; él, con el amarillo, y ambos de mi cilindro que, prácticamente lleno, nos llevaría varios minutos más por las profundidades. Nunca perdimos la calma. Pero en medio de aquel entorno sensacional, tan solo minutos después de haber empezado a compartir el oxígeno, algo comenzó a sentirse raro. Nos detuvimos y miré mi reloj de presión. No podía ser... con la aguja marcando menos de 500 PSI, nuestro aire se estaba por terminar. Cuando miré hacia la superficie, los veinte metros que nos separaban de la atmósfera parecían mil. A través de las antiparras, mis ojos miraron los de él. Yo quería hablarle y él a mí ¿Estarás sintiendo lo mismo que yo? Poco aire. Muy poco aire. Casi nada de aire.
El pelotón, que se había alejado varios metros, advirtió que nos habíamos detenido. A puño cerrado golpeándome el pecho frenéticamente, indiqué lo que sucedía: ¡Tengo poco aire! Hasta que llegó el momento que nunca creímos posible: a la altura del cuello, desesperada, la palma abierta de mi mano se movía horizontalmente, de un lado a otro, mostrando el corte que daba la señal: NADA DE AIRE. A pocos metros y con pánico en su mirada, la instructora más cercana se paralizó.
En milésimas de segundo, una vez más nos miramos a los ojos. Ya no había oxígeno que respirar. Y cuando nuestro cuerpo actuaba ya de manera casi refleja, una energía inusitada nos recordó lo único que nos podía salvar, que entre risas habíamos practicado con el catalán: ACEN (ascenso controlado de emergencia nadando). Pataleando velozmente, largando ininterrumpidamente esas pocas burbujas para evitar la sobreexpansión pulmonar, subimos tomados de la mano y mirando hacia arriba, anhelando alcanzar esa luz exterior que parecía tan lejana. Tras un ascenso inédito, el océano nos eyectó para darnos una vida más. Un largo abrazo nos mantuvo varios minutos flotando en la superficie con una amplia sonrisa.
Veinticinco minutos después, recuperados del desliz, todo quedaría rápidamente en el olvido con nuestro segundo buceo del día. Nuestra estancia en Útila, ahora sí, se cerraría a lo grande con la última inmersión de la temporada. ß
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