FREDERICKSBURG.- Si la idea es que en el interior del territorio texano lo único que se puede encontrar son cowboys con sombreros y botas que viven entre caballos y rodeos, el visitante desprevenido puede llevarse una sorpresa. Porque, por caso, ¿quién podría imaginar que apenas a una hora de San Antonio, en la pequeña Fredericksburg, la celebración por excelencia sea el Oktoberfest, o que aquí las cartas de los restaurantes ofrezcan salchichas con chucrut en lugar de ribs con salsa barbacoa? Pocos, sin duda. Sin embargo, es así.
Es que esta ciudad, de poco más de 12.000 habitantes, es una de las tantas que abundan en la región y que fueron fundadas por la ola inmigratoria alemana que llegó a estas tierras a mediados del siglo XIX tentados por la promesa de un futuro mejor. Fundada el 8 de mayo de 1846, por un grupo de 120 inmigrantes germanos provenientes de la región del Rin, fue bautizada en honor del príncipe Federico de Prusia, por entonces uno de los precursores de la inmigración germana a territorio norteamericano.
Y caminar por las calles de Fredericksburg es toda una experiencia. En el pequeño y perfectamente conservado Distrito Histórico es posible rastrear las huellas de esos primeros colonos, que se manifiesta en las decenas de edificios originales pulcramente conservados, y que muestran orgullosos la impronta germana en su arquitectura de líneas sencillas y en la sobriedad de los diseños que, cada tanto, se mezclan con las construcciones más típicamente del Viejo Oeste norteamericano. La fusión vale la pena.
No extraña, entonces, que cada uno del más de centenar de negocios sea un mundo en sí mismo. Es que a lo largo de Main Street se mezclan elegantes casas de antigüedades; galerías de arte de las más diversas tendencias; tiendas de souvenirs; de delikatessen culinarias, sorprende la cantidad de locales dedicados a la venta de conservas, salsas y encurtidos; alojamientos, vinerías, restaurantes, cervecerías artesanales, una original tienda dedicada solamente a la venta de botas y sombreros texanos, y mucho más, todo en medio de un ir y venir constante de tránsito y gente que, por lo intenso y variado, contrasta con el entorno. Claro que ese ritmo se diluye ni bien se pone un pie en alguna de las calles laterales o transversales, y es ahí donde se puede apreciar cómo conviven en armonía las tradiciones y costumbres de ambos orígenes.
De vuelta en la avenida principal, y llegando casi al límite urbano, se encuentra la quizá mayor atracción de la ciudad: el Museo Nacional de la Guerra del Pacífico. El espacio fue fundado por el almirante Chester W. Nimitz, que tuvo a su cargo la flota naval en esa parte del globo durante la Segunda Guerra Mundial, en el edificio en el que su abuelo había levantado un hotel en 1860. En el interior, completamente aggiornado, se atesoran más de 10.000 piezas originales aportadas por ex combatientes y coleccionistas privados, en lo que constituye la única colección sobre la temática de Estados Unidos; de hecho, goza de tanto prestigio que hasta el ex presidente George Bush legó su uniforme y otros objetos para enriquecer la muestra.
Grabaciones inéditas de los oficiales japoneses antes de atacar Pearl Harbour, un avión B 25 completo con uno de sus motores en permanente funcionamiento y un minisubmarino Midget conviven con estandartes, medallas, armas de todo tipo, publicaciones y hasta una reproducción de un bunker en las playas de Guadalcanal, en una colección verdaderamente admirable.