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Una fantasía en el faro de José Ignacio

Sentir que uno es Kirk Douglas peleando con Yul Brynner es posible en el interior de esa bellísima y antigua señal náutica




Ya habían estacionado los Toloza, entre una 4x4 impresionante y un cachilo (como dicen los uruguayos a los vehículos viejos), cuando nosotros habíamos comenzado el descenso con nuestra Ducato por esa callecita asfaltada que desemboca en el pequeño espacio circular detrás del faro de José Ignacio, en Uruguay.
Pocas casas, pocos negocios, escasa sombra y un sol ardiente que nos empujaba con violencia a meternos en el agua. Pero, para nuestra sorpresa, vimos a Teresa y Sergio Toloza, nuestros amigos y compañeros de aventuras, bajar por la escalerita de material que conduce a la otra playa, a la derecha del faro, y enfilar por la arena gruesa a buscar caracolitos.
Pensé que habían enloquecido o que semejante calor los había trastornado, porque la playa para el deleite y el solaz está a la izquierda del faro. No hay forma de confundirse: del otro lado las rocas u olas no permiten nadar.
Esta zona, salpicada también de rocas resbalosas o redondeadas a causa del duro y persistente trabajo del agua y el viento, es el lugar donde se inspiran los pescadores y los que toman mate: desde allí la vista del mar es verdaderamente fantástica.
Con Agustina y Joel ni siquiera dudamos, los caracoles podían esperar; nuestros cuerpos hirviendo, no. Poco nos importaron las algas verdes que llegaban arrastradas por las olas. Desde el agua se disfrutaba de una vista imponente del faro, que aparece como empotrado en las rocas, con la pasarela de madera, perfectamente diseñada, que desciende con suavidad hasta pisar la arena.
Las nubes que atraviesan la silueta gris del faro con su capuchón rojo y blanco dan un toque de vértigo a la imagen. Y yo, mentalmente, me meto en la construcción del faro, en el esfuerzo demorado de los albañiles, 100 años atrás... Un trabajo impecable y, por supuesto, con un propósito digno por demás.
Pero me ocurrió algo que me dejó perplejo por un rato, allí, en el agua. Mentalmente empecé correr por la escalera del faro, enloquecido, sabiendo que arriba estaba el enemigo y que mi vida corría peligro, pero de todos modos avanzaba como podía para enfrentarme con Yul Brynner y combatir contra él. Era Brynner y yo, Kirk Douglas, en la película El faro del fin del mundo.
Y por un instante quise, desee, no correr más e ir a juntar caracoles con los Toloza. ¿Por qué tengo que enfrentarme con la muerte? ¿Qué clase de idiota soy que no puedo evitar semejante desafío? ¡Dios mío! ¡Esa película me había marcado profundamente! De repente, las gaviotas me despejaron y regresé al lado de mi esposa, acostado en la arena.
Había viajado a aquella isla del fin del mundo y estuve a punto de trenzarme con el calvo más famoso del cine, que finalmente fue empujado al abismo entre las rocas del acantilado por Douglas. Sin embargo, los recuerdos se hacen más vibrantes al palpar la realidad. Eso mismo me sucedió, porque Agustina estaba determinada a entrar en el faro de José Ignacio, ignorando lo que pasaba todavía por mi memoria y mis entrañas.
Pagamos la entrada y subimos por el interior del estrecho cono de adoquines por una escalinata en la que puede transitar un solo ser humano. El ascenso es agotador y por mitad de ese bello cucurucho invertido las piernas comienza a clamar descanso.
Ya casi arrastrando los pies llegamos a la pequeña cabina circular del faro y por fin tuve ante mí el aparato óptico que, en conjunto, tiene la noble tarea de servir como señal y aviso a los navegantes durante la noche.

Un balcón a la inmensidad

La vista que uno tiene desde esa altura es verdaderamente fantástica. Ver desde allí las rocas sobre las que se levanta esta mole de adoquines da cierto vértigo, en especial cuando uno le mira las espaldas a las gaviotas que sobrevuelan la playa en busca de alimento.
Se puede salir al exterior por medio de una puertita metálica, a un balcón, también metálico, por el que se puede caminar en derredor de la cabina, protegida por una baranda muy sólida.
Luego, desde abajo, cuando abandonamos el singular paseo miré a lo alto y vi el diseño perfecto, con los tres anillos y la cabina con su pequeña cúpula roja y blanca, destacándose en el cielo extraordinariamente azul.
Fue una breve aventura meterme en el vientre del faro de José Ignacio. En los hombres que lo forjaron y le dieron forma. Y en el propósito de la construcción de esta señal.
Ser una valija con ojos es lo más estúpido e insípido que puede sucederle a una persona. Los seres humanos fuimos dotados de sentidos invalorables, sólo hay que desarrollarlos para poder regocijarse al descubrirlos al investigar y profundizar en las maravillas creadas, y en cómo el hombre trata de imitar a Dios en la sabiduría que le fue dada.
El autor es dibujante de LA NACION.
Por Huadi

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